Tres ventas seguidas frustradas
dan mucha hambre, así que el cartel que vio Andoni anunciando con una foto
desvencijada hamburguesas y perritos no le pareció mal.
Entró y sin saludar fue a
repantingarse en una de las dos únicas mesas que quedaban libres, la más
cercana al enorme cristal que daba a la calle. Se aisló del barullo del
restaurante, que formaban parejas y grupos de universitarios. Podría pasar por el
padre de cualquiera de ellos. Fuera, mientras una lluvia casi invisible
comenzaba a caer dócilmente, los pensamientos se le amontonaban. Podía explicarse,
difícilmente, pero podía, el no de Carlos Gorriarán e incluso el de Aceros Jaén,
pero no entendía que con un presupuesto firmado y la venta ya añadida a su
ranking mensual en Industrias Beloqui le hubieran echado para atrás el encargo.
Tenía que buscarse otro
trabajo.
El camarero vino con una
carta en la mano y una medio sonrisa más bien acartonada en la cara. Echó un
vistazo rápido a las fotos sin mirar los precios y pidió sin dejar que se fuera.
Una hamburguesa normal. Una cerveza normal.
El café mejor en otro
sitio.
Risotadas como bofetadas.
Se sentía como un pececillo gris y enfermo compartiendo pecera con hordas de
pirañas amables y coloridas. Agresivas, pero encantadoras. Jóvenes. Ahí radicaba
su encanto: en su insultante juventud.
Aunque él, siempre que se
preguntaba si volvería atrás, se respondía lo mismo. No.
La hamburguesa no estaba
mal. Carecía de ese sabor prefabricado de la comida de las grandes cadenas. Estaba
bien, pero mientras se deleitaba con el perfil egipcio de la muchacha en la
mesa contigua, sus muelas encontraron algo que no debiera estar ahí. Nada duro
como una piedra debe estar dentro de una hamburguesa. Aplacó como pudo el dolor
que le había causado el mordisco fallido y levantó el pan para ver qué era.
El anillo, seguramente de
oro, estaba manchado de tomate. Lo cogió y lo limpió. Al parecer, a la chica de
la cocina, cuya boda había tenido lugar hacia una semana, el matrimonio le
venía algo grande.
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