La facultad que tenía Sandoval, –mirar fijamente a una mujer
y poder llevarla hasta el orgasmo en unos pocos minutos–, la adquirió en la
consulta de una sanadora. Esta era una brasileña con acento de Málaga, más
ancha que alta, blanca como la nieve virgen y con tantas pulseras y collares
colgando que el hombre se preguntó, nada más verla, qué era aquel bulto que se
movía ante él cubierto de aros de todo color y tamaño. De la cabeza, –no del
cuello, de la cabeza–, le pendían a aquella aparición un haz de irisados
redondeles naranja y verde del tamaño de hula hoops. Y no se le caían.
La causa de aquella visita era que Sandoval, recién entrado
en la cuarentena, no resistía la mirada de una mujer. Cada vez que eso ocurría
un terremoto de intensidad 9,8 en la escala de los seísmos emocionales le
sacudía de arriba abajo, y le dejaba hecho unos zorros.
Siempre le había pasado, pero había lidiado con ello mal que
bien. Ahora, a punto de terminar la primera parte del partido de su vida, la
cosa se ponía fea.
Roxana le sentó frente a ella y le conminó a que se la
quedara mirando. Penosamente abrazado a una endeble columna interior, Sandoval
obedeció.
Del interior de la maga empezó a asomar un susurro
quejicoso:
–Mhhh, ahhh, …
Todo esto terminó con la facultativa en el suelo, invadida
por un febril aluvión de sensaciones. Y con dos billetes de cien euros
cambiando de manos.
Sandoval quiso poner a prueba su recién estrenada habilidad
y se fue a merendar a un café del centro. Se sentía con más poder que Ruiz
Mateos. A mitad de la segunda porra, se fijó en la señora de la última mesa. Tendría
más o menos su misma edad. La tenía de medio perfil, pero sintió que, si la
miraba con suficiente concentración e insistencia, terminaría por captar su
atención.
Así fue. Durante unos segundos, el mundo pareció detenerse. Luego,
transcurridos estos, la elegante señora: abrigo marrón, falda entallada, adorno
en el pelo (¿sería una extra de “Tiempo entre costuras”?), se levantó y se
marchó. Al salir no miró hacia atrás.
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