Las palabras que he aprendido por la noche, durante las
interminables horas de insomnio, las olvidé de inmediato, nada más llamarme Karl.
En cuanto oí su aflautada y temible voz, olvidé no sólo aquellas tres o cuatro
hermosas palabras, —largas y evocadoras seguramente como los lejanos veranos de
mi infancia—, sino también otra cosa: que no había reunido el dinero que podría
aún salvarme la vida.
Había sido hacía poco más de media hora; su amenaza sonó como
el amartillarse de un arma. Era fácil suponer que ahora mismo estaría llegando
a mi casa, a bordo de su ridículo Mustang amarillo. Karl era así: un bruto
endurecido a fuego en las peores cárceles del país, y al mismo tiempo dispuesto
a ponerse en ridículo conduciendo un coche como aquel, lleno de pegatinas y dibujos
raros.
Se oyó el portazo de un coche.
Por lo demás el silencio era absoluto.
Y aquellas otras palabras, las mías, las olvidadas, —¿Quizá
fuera drosómetro una de ellas? —,
cuya búsqueda había sido mi único pasatiempo para tratar de olvidar la cruda
realidad del chantaje, no volvería ya a recordarlas nunca.
Y menos ahora, cuando ya sabía que ese nunca tenía sólo la pequeña dimensión de unos pocos minutos…
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