El huracán Olga, al igual que muchas
veces ocurre con una femme fatale sin escrúpulos, convirtió con su catastrófico
paso de apenas veinte minutos aquel idílico lugar, —un islote repoblado por
aventureros—, en una anegada Hiroshima en miniatura.
No parecía haber sobrevivido nada allí.
Los ciegos y furibundos embates de las olas y un clamor lejano proveniente de
encima de las nubes, —los guturales sonidos de terror de un indeterminado
número de aves allí afincadas—, era todo el sonido reinante. El suelo se había
convertido en una quebrada sucesión de ladrillos, planchas de metal y mosaicos
caóticos de pequeños objetos y enseres multicolor. Algo más tierra adentro, el agua
iba y venía, formando susurrantes regueros, plácidamente, por entre las zonas
donde la tempestad ya lo había devastado todo.
Y, aun así, en lo alto de la desolada
loma que dominaba el paisaje, —allí donde los montículos de escombros parecían
competir por quién se erigía como la escultura más funesta—, una pequeña casa
roja había conseguido mantenerse en pie.
Era un duende aquella construcción
diminuta. Su mera presencia era un sueño.
Un
interior de una casa en aquella isla violada significaba
algo inabarcable.
Durante unos minutos tras el paso de la
mortal dama, la puerta de la casa permaneció cerrada. Luego, esta fue abierta y
una persona emergió desde ella hasta el exterior, hasta la realidad de una
realidad destruida. Era un muchacho de unos veinte años. Tenía el aspecto de un
gitano moderno, de un snob; portaba en su perfectamente redondeado rostro
patillas hasta las comisuras de los labios; sostenía entre estos una ingrávida y
dorada pipa.
Oteaba el horizonte. Un horizonte.
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