La cafetería estaba medio llena. Aunque
la mayoría de las mesas estaban apenas desocupadas, en la barra sin embargo
hubiera sido difícil abrirse hueco. Se notaba que la hora no era muy propicia para
largas estancias. Un sincopado runrún de
voces y cacharrería gobernaba el ambiente. Yo me acababa de sentar y esperaba
tranquilamente a que un camarero se acercara. Sobre la móvil y quebrada línea
que formaban las cabezas de los clientes apareció el rostro de uno, que me
indicaba con un gracioso gesto que ahora iba. Le contesté con un mohín escueto
de asentimiento y me sumí en la lectura de la prensa. Hacía ya mucho que no la
compraba en papel, sino que usaba una de esas aplicaciones gratuitas. En medio
de la lectura de la enésima crisis norcoreana recordé lo que me había pedido
Salvador. Minimicé la ventana del El País y abrí el whatsapp; busqué en la
lista de contactos a Rodolfo, el abuelo de Salvador, a quién debía recordar el
cambio de medicación que, según me había dicho mi amigo, le habían administrado
en la visita que habían hecho ayer. Salvador es dos cosas: mi mejor amigo y un
extraterrestre. El único aparato electrónico que tiene es un marcapasos que le
pusieron hace un par de años, cuando descubrieron la razón por la que, por primera
vez en veinticinco años, no había podido acabar un maratón. No es que no tenga
teléfono, ni móvil ni fijo, ni inteligente ni tonto, es que no tiene ni
televisor ni lavavajillas ni microondas, ni nada cuyo comportamiento él no
pueda entender. Tal vez sea esa la razón por la que no tenga tampoco mujer. Pensarán
que es un cavernícola o algo así, pero si le conocieran verían que es justo lo
contrario.
Estoy tentado de mandarle una nota
de voz a Rodolfo, pero me cuesta hablar solo en público, me da la sensación de que
ando mal de la cabeza. Tecleo:
—Rodolfo, recuerda tomarte el
Defecasemol esta tarde. Ya sabes, dos pastillas. Sonreí al imaginar al hombre respondiendo:
¿defe, qué?, como en el anuncio de la tele.
Esperé unos instantes. El simbolito
de recepción permanecía solitario y gris. Cuando volví a consultarlo, terminado
el café y vistos dos periódicos más, permanecía igual, solitario y gris, igual
que mucha gente debe estar cuando espera con fruición que el lacito de marras cambie
de color y quede acompañado.
Esa mañana no llegó respuesta. No sé
por qué pero Salvador me había prácticamente prohibido que le llamara. Tampoco lo
hizo al día siguiente ni al otro ni al otro. Llegó casi una semana más tarde,
en forma de carta, en forma de sobre sepia y papel de calidad, con
una letra escrita con lo que daba la sensación de ser una pluma muy, muy antigua…
-Gracias hijo, casi se me olvida…
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