miércoles, 14 de junio de 2017

HOMENAJE


Que aquello del monstruo era una chorrada lo tenía yo muy claro, desde el principio. Había salido en todos los medios, en la tele, en la prensa, en todos lados, y no como noticia pequeña, no, en portada, en titulares, abriendo los telediarios:
“Se avisa a toda la población de la inminente llegada a la ciudad de Carlos, el monstruo escapado hace un mes de la reserva subterránea de Jujuy” …
Que existía ese monstruo, —que, por cierto, nadie había visto nunca porque estaban prohibidas las grabaciones y las fotografías de los monstruos de las Reservas—, estaba claro, pero, que, primero, se hubiera escapado, y, segundo, que tuviera intenciones hostiles hacia nosotros, yo no me lo tragaba. Lo achacaba todo al enésimo escándalo de corrupción de María Norrajoy, y de sus cada vez menos ortodoxos métodos para taparlos, así que, cuando casi se fijó la llegada del fenómeno en el 21 de febrero, yo, tan pichi, salí a dar mi vuelta reglamentaria por el parque, que uno ya a estas edades no puede abandonarse ni apoltronarse en el sofá.
Pues con lo primero que me topé nada más salir del portal de mi casa fue con Carlos, el monstruo. Parece que me estaba esperando, el tío. El adjetivo de monstruo le venía como anillo al dedo, porque era más feo que un demonio. Tendría fácil unos siete metros de altura, y, ya puestos en medidas, unos dos o dos y medio de ancho por otro tanto de fondo; vamos, el armario necesario para alojar toda la ropa de la familia Preysler.
Sus medidas eran colosales, y su aspecto, tremendo; un solo ojo en el centro de la frente, pelo a tutiplén sobre todo donde no debía haberlo, expresión ceñuda y sordos y temibles expresiones de voz: vamos, lo que viene siendo un monstruo de libro.
Hacía: juuuu, gruuuu, gruujyyy… y eso, sin dejar de mirarme fijamente con su único óculo. Pero, tal vez a causa de que a mí me inspiraba aquel bicho más compasión que miedo, Carlos, en un momento dado, calló, se sentó en el borde de la acera y se puso a llorar. Después de un largo rato de convulsiones, me pidió un cigarrillo.
Yo había dejado de fumar, pero, como la ocasión lo merecía, nos acompañamos a un estanco, a darnos un homenaje.




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