martes, 24 de mayo de 2016

LA VERJA


Se oye el sonido de la verja de entrada que se abre. Es Armando. Nadie como él la abre tanto, para evitar que se prolongue el desagradable chirrido que emite. Carmen y Yuri, como yo, la abrimos lo justo para entrar, y entonces el ruido no pasa de ser un gritito, algo así como el quejido seco de un animal asustado. Pero a él, al parecer, le pasa como al carretero de la canción, que le gusta que suene...
Hace tiempo que abandoné toda esperanza de que la arregle o cambie. Quizá bastaría con un poco de aceite. A la maldita verja le pasa lo mismo que a nuestro matrimonio: tal vez sirva con un poco de aceite.
Cualquier día se lo echo yo, pero luego a ver quién le oye…
Mi gigantón marido aparece en el umbral de la cocina con un conejo colgando de la mano. Sonríe como si fuera un cazador primerizo. Me dice que le ha dado otros tres a Edurne, para que los congele. Entra en la cocina y deja al animal sobre la encimera, para que me haga cargo. Luego dice que se va a duchar y desaparece.
El carboncillo negro de la cara del roedor emite señales de un apagado pánico. Pero es en realidad únicamente mi apagado pánico lo que veo dentro de ese pequeño ojo, y en cuanto me doy cuenta de ello trato de rescatar de esa expresión animal algún otro rastro más, como un instinto de supervivencia o un desesperado grito de ayuda…
No quiero saber nada del animal. Armando supone que esta noche lo tendrá sobre la mesa, pero no, esta noche lo que haré será bajar al garaje y buscar entre las herramientas.
Debe haber aceite por algún lugar, para arreglar de una vez esta maldita verja…




lunes, 23 de mayo de 2016

Lo mejor en la vida

Se oye el sonido de la verja de entrada que se abre. El hombre me dice «¿A qué estás esperando?» y sale. Yo alargo el momento del disfrute. Escucho sus pisadas sobre las hojas muertas, que crujen bajo las botas; una, dos, tres, cuatro veces. Al quinto paso pienso en el peligro de ser olvidado y echo a correr detrás de él.
El aire huele distinto afuera: más fresco, más vivo, más dulce. Hace calor. Me alegro de que el otoño no haya traspasado los muros del orfanato. Los rayos del sol se cuelan entre las ramas de los olmos.
No vuelvo la cabeza. No pienso decir adiós al lugar que ha desgastado los quince años de mi vida. Por encima del hombro, levanto el dedo corazón de la mano derecha y hago un gesto hacia atrás. «Eso es lo que pienso de ti, maldito sitio. Púdrete en el infierno, que yo voy de cabeza al cielo».
El cielo se llama Aldea Mayor y es el pueblo más grande de la comarca. Aunque llegamos al atardecer, el horizonte sigue azul cobalto. De vez en cuando, cuando puedo —no quiero entretenerme para no perder los pasos del hombre—, miro a lo alto y las veo titilar; brillan y se apagan como luciérnagas, como los fuegos artificiales esos que el Gordo contaba que había visto una vez en las ferias de Salamanca.
—Ese es tu cuarto —me dice el hombre.
El farol que sujeta en la mano alumbra una estancia llena de cajas de madera.
—¿Dónde duermo?
Él se encoge de hombros.
—Donde más rabia te dé. Nadie se va a quejar. Hoy no hay cena. Tendrás que sujetarte las tripas por esta noche. La señora Sánchez llega a las siete de la mañana, si quieres comer algo, pídeselo tú mismo.
La puerta se cierra y me quedo a oscuras. A tientas, me acerco hasta la primera de las cajas que he visto con la tapa abierta y vacía. Es mucho más cómoda de lo que imaginaba. Me cubro con la chaqueta y noto cómo mis párpados se cierran sin remedio.
—¡Chiquillo! —me despierta una voz. Oigo un golpe y la luz inunda la habitación—. Sal de ahí si quieres el desayuno.
Es una anciana de pelo blanco, pero chilla como una urraca.
Llego hasta la puerta y antes de salir miro a los que han velado mi sueño y que serán mis compañeros de fatigas a partir de entonces, tan serios, tan callados, tan blancos, tan… muertos.
No hay una sola nube; en la calle hace calor, lo intuyo; de la cocina llega un delicioso olor a tocino frito y decido que ser ayudante del enterrador es, definitivamente, lo mejor del mundo.