Se oye el sonido de la verja
de entrada que se abre. Es Armando. Nadie como él la abre tanto, para evitar
que se prolongue el desagradable chirrido que emite. Carmen y Yuri, como yo, la
abrimos lo justo para entrar, y entonces el ruido no pasa de ser un gritito,
algo así como el quejido seco de un animal asustado. Pero a él, al parecer, le
pasa como al carretero de la canción, que le gusta que suene...
Hace tiempo que abandoné toda
esperanza de que la arregle o cambie. Quizá bastaría con un poco de aceite. A
la maldita verja le pasa lo mismo que a nuestro matrimonio: tal vez sirva con un
poco de aceite.
Cualquier día se lo echo yo,
pero luego a ver quién le oye…
Mi gigantón marido aparece en
el umbral de la cocina con un conejo colgando de la mano. Sonríe como si fuera
un cazador primerizo. Me dice que le ha dado otros tres a Edurne, para que los
congele. Entra en la cocina y deja al animal sobre la encimera, para que me
haga cargo. Luego dice que se va a duchar y desaparece.
El carboncillo negro de la
cara del roedor emite señales de un apagado pánico. Pero es en realidad únicamente
mi apagado pánico lo que veo dentro de ese pequeño ojo, y en cuanto me doy cuenta de
ello trato de rescatar de esa expresión animal algún otro rastro más, como un
instinto de supervivencia o un desesperado grito de ayuda…
No quiero saber nada del animal. Armando supone que esta noche lo tendrá sobre la mesa, pero no, esta
noche lo que haré será bajar al garaje y buscar entre las herramientas.
Debe haber aceite por algún
lugar, para arreglar de una vez esta maldita verja…