JESÚS A SOLAS
Jesús tiene en la mirada
esa expresión desafiante de los que han sufrido más de lo que un corazón
infantil pudo soportar. A sus treinta años es ya como su marca personal: un
aviso al mundo para que no se acerque demasiado.
El camarero que le acaba
de servir la copa es un enemigo, al igual que el resto de la gente que le
rodea. Todo el mundo, salvo ella. Coge el vaso y se sienta en la última mesa,
donde la escasez de luz hace un poco más invisibles las miradas; las de los
otros, pero sobre todo las suyas.
La música está muy alta,
así que los latidos que ahora golpean su pecho como tambores de guerra parecen
menos nítidos, aunque la impresión es la misma de siempre; como siempre cuando
la ve bailando en la pista.
Ella no le conoce, ni lo
hará nunca.
Ella ríe, como él nunca lo
hará.
Si supiera quién es para
el hombre que la observa dejaría de moverse y se acercaría, solemne y decidida,
hasta su mesa. Y Jesús, como en otra vida, como en otra infancia, la invitaría
a sentarse con él y hablarían; pasado un rato, por qué no, se irían juntos del
local. A abrazar la noche.
Es un campo donde es fácil
soñar, esa mesa desierta.
Esa copa vacía y a solas.