domingo, 29 de enero de 2017

Estrellao

—¡Señor! ¿Se ha hecho daño?

—¿Será gilí? a lo mejor se cree que esto es un colchón de agua. ¡No te digo!

Estrellao, lo que se dice estrellao. Desde que nací. Cuando me creía el rey del universo llegó mi hermano, un angelote que me quitó el puesto. Desde entonces, todo lo malo me pasa a mí.

Esta mañana a mi mujer le he dicho que me iba al viaducto cuando me ha preguntado donde iba tan temprano. 

Llámame cuando llegues al suelo -me ha respondido con toda la guasa. 

Desesperao. Estoy desesperao. Mucho cuidao con lo que dices que no respondo. Como no me aguanto ni yo, me he tirao por el viaducto ¿y sabes qué ha pasao? Que este árbol se ha interpuesto en mi camino. ¡Si al menos fuera frondoso!
¡No me digas que no es mala suerte!   

jueves, 26 de enero de 2017

LA CAJERA


—Acércate al Árbol a por un kilo de cebollas y un paquete de azúcar. Toma, y con el cambio cómprate algo.
Mi madre me largó un billete de cinco euros, viejo y arrugado como casi siempre, y yo salí escopetado a por la compra. Pero mi compra no era, por supuesto, ni las cebollas ni el azúcar, —eso era sólo lo que la hacía posible—, sino los dos o tres sobres de la Liga que podría comprar, calculé, con lo que me sobrara.
El Árbol, —ahora ya no es un Árbol sino un Plaza Día —, tenía tres pasillos, una luz intensa blanca y una cajera a la que caía bien. No digo esto porque sí, sino porque, aunque no acostumbraba casi nunca a sonreír a los clientes, a mí siempre me recibía con una cuando me llegaba el turno de pagar, y siempre, además, casi sin excepción, me decía algo.
Me pasé tres años haciendo encargos de mi madre allí y muchos de ellos pasaban por sus regordetas y pizpiretas manos. Siempre que cogía las cosas me fijaba en ellas, en aquellas pequeñas palas-grúa tan perfectamente adiestradas, tachonadas de pecas, tantas que las hacían parecer marrones.
En todo ese tiempo nunca me preguntó cómo me llamaba. Tampoco yo, claro, supe nunca su nombre.
Un día, como tantas otras veces, mi madre me había mandado a comprar algo, no recuerdo ahora qué. Entré, pero no la vi en ningún lineal de cajas. Era el primer martes que no estaba, —me había aprendido al dedillo su calendario de trabajo—y me pareció raro. Me fijé en las otras cajeras; no me sonaba ninguna. Mientras esperaba mi turno escuché que se cerraba el supermercado.
Entonces comprendí porqué me había dado aquella bolsa llena de regalos de promoción el sábado anterior, y porqué me había dicho que le recordaba a su hijo, a quién, me dijo, hacía diez años que no veía. 


martes, 24 de enero de 2017

Las heridas del tiempo

Desde que tenía memoria, siempre había estado allí, entre parterres de rosas. No recordaba quién lo había plantado —tenía la imagen de unas rudas manos acariciando su corteza blanca, aunque ni siquiera sabía si era una imagen construida por él mismo—, pero, fuera quien fuese, la persona que decidió colocar un álamo en la pradera delantera del jardín del palacete contaba con todo su agradecimiento.
No podía decir que hubieran sido años tranquilos: algunos sí, otros no tanto. Los primeros, sí —de eso estaba seguro—, y alegres; como lo eran las risas de los hijos del dueño cuando jugaban al escondite. Le encantaba que las dos pequeñas se ocultaran tras él; le hacían cosquillas con las coletas mientras sus hermanos mayores fingían no poder encontrarlas.
Luego llegaron aquellos tiempos en los que la señora dejó de sentarse a coser junto a él, las carreras infantiles se sustituyeron por los paseos silenciosos y las risas por susurros. Después, ni siquiera eso. Un día vio salir una comitiva de coches oscuros y el jardín se quedó vacío durante mucho tiempo, tanto tiempo que se resignó a envejecer con la única compañía del viento y los trinos de los gorriones.
Pero ocurrió un milagro en forma de hada rubia que acompañaba a uno de los chicos. ¿Era el mayor o el pequeño, Juan o José? Fue incapaz de descubrirlo. En aquel hombre moreno y bien plantado poco quedaba ya del muchacho que un día fue. Y las iniciales, que ambos le grabaron en el tronco, rodeadas de un corazón tampoco ayudaron a desentrañar el misterio.
Si el negro fue preludio de la soledad, con el blanco regresó la compañía. Y las largas tardes de lectura en el jardín, los primeros pasos y los balbuceos. La nueva época vino acompañada de una novedad: las fiestas en el jardín. Nunca los veranos fueron más entretenidos.
Aunque también eso acabó coincidiendo con el inicio de las voces, los gritos y las discusiones. Volvió a quedarse solo, sin embargo, aprendió mucho vocabulario. La primera vez, las palabras ruina y divorcio le parecieron feas, burdas, groseras, aunque llegó un momento en que se acostumbró a ellas. Después, hasta esas desaparecieron. A la vez que la gente.
Tuvo que buscarse otra compañía. Disfrutaba con el sol de invierno y la luna en verano. Le emocionaba la lluvia en primavera y odiaba el viento en otoño, que lo dejaba solo y desnudo.
Dejó de contar el tiempo cuando vio derribar la casa del dueño de la naviera Etxaniz y erguirse aquel rascacielos que lo observaba a todas horas, de los pies a la cabeza. Pensó que sería la única torre, que nadie en su sano juicio cambiaría los suelos de madera, las galerías porticadas, los enormes ventanales y las lámparas de araña por una torre de cemento y cristal; mucho menos que renunciarían a los jardines. Nunca imaginó que se quedaría solo.
Se equivocó. Desde que lo rodeaban aquellos gigantes, el sol no calentaba ya sus ramas, la luna había desaparecido, la lluvia no empapaba sus raíces y hasta el viento de otoño había dejado de soplar. Y lo peor era saber que, cuando llegara su hora, nadie acariciaría su corteza blanca antes de talarlo sino que caería bajo el rugido ensordecedor de una máquina sin alma.


lunes, 9 de enero de 2017

Lo que está por llegar

—Esta melodía es para las personas más importantes de mi vida, Marie y Sabine.
Y el pianista comenzó a interpretar aquella música con la que conseguía alegrar a los corazones más tristes.
FIN

Berta parpadeó varias veces seguidas para que el aire secara la humedad de la base de sus pestañas. Miró por encima del libro que no se decidía a cerrar. Nadie reparaba en ella. Eran fechas de exámenes; la biblioteca municipal abría día y noche y las mesas estaban llenas de veinteañeros, más preocupados por sus propios teléfonos móviles que por una mujer de mediana edad enfrascada entre las páginas de los libros prestados.
Sacó un pañuelo y se limpió los ojos con disimulo. Debería haber cerrado el volumen —al fin y al cabo acababa de terminarlo—, pero volvió a leer las dos últimas frases de aquella maravillosa historia de superación que la había mantenido en vilo durante las seis últimas tardes. Todavía le costó un rato desprenderse de ella. Sin esperanza era su título y, sin embargo, le había enseñado que todo era posible, aunque pareciera insuperable.
Si de verdad fuera cierto…
Devolvió la novela a la estantería. Pensó en el sobre del bolso que no había tenido la entereza de abrir desde que se lo diera el doctor aquella mañana.
—No quiero saberlo —le había dicho antes de que le diera tiempo a abrir la boca cuando él le tendió los resultados.
—Tendrá que tomar una decisión cuanto antes.
—Déjeme un par de días para pensarlo.
El médico no le insistió y Berta se imaginó que no era la primera vez que una paciente decidía ignorar la gravedad de su dolencia.
—Le espero el jueves a las doce. No puede postergarlo más.
—No se preocupe, aquí estaré. Le prometo una respuesta.
—Afirmativa, espero.
Berta salió sin contestar.
Debería marcharse. Antonio no tardaría en llegar del trabajo y se preocuparía si la encontraba en casa. No le había dicho nada de las arritmias ni del dolor en el pecho. ¿De qué habría servido? Solo para ponerlo nervioso y tenerlo encima de ella a todas horas. Debería marcharse y, sin embargo, comenzó a pasear por los estantes. De vez en cuando cogía un libro que le llamaba la atención sin saber por qué: a veces por el título llamativo, otras por ser de un autor conocido y las más por ser simplemente viejo. Los libros más usados habían sido los más leídos; para Berta era sinónimo de interesante.
Recorrió varios muebles de estanterías. El dedo se le detuvo delante de una fina novela llamada El violonchelista de Sarajevo. Una ciudad sitiada durante la guerra de los Balcanes, francotiradores, mujeres, hombres y niños muertos en la cola del mercado y un hombre tocando para dotar de humanidad a la barbarie.
Doscientas cuarenta páginas. Hizo un cálculo rápido; le daría tiempo en dos días. Lo cogió sin pensarlo más y lo llevó hasta el sitio que ocupaba. Del bolso, sacó la cartera y el teléfono móvil. Junto a la entrada había un par de máquinas con bebidas y algo de comida. Se acercó hasta allí. Metió unas monedas y pulsó un botón cualquiera mientras localizaba el número de su marido.
—Cariño, ha habido un problema con mi madre. Acaba de llamarme la vecina. Al parecer se ha caído y la han llevado al hospital. Me dice que no es grave, solo el golpe. No, no, no hace falta que vengas. Estoy ya en el autobús camino de Segovia. Sí, no te preocupes, luego te llamo cuando la haya visto y sepa algo más. Un beso.
Apagó el teléfono antes de que a Antonio le diera tiempo a reaccionar. Se comió el sándwich de dos bocados y regresó a su silla.
La portada era una mujer desnuda con la cara vuelta hacia una pared agrietada. «Una historia desgarradora del cerco de Sarajevo», decía una frase escrita por encima de ella. Antes abrir el libro tomó otra decisión. Sacó el sobre del bolso, lo rasgó en cuatro trozos y lo hizo a un lado.
Se alegró de no haber cedido a la tentación de escoger un libro de Jorge Bucay, que la ayudara a sobrellevar lo que estaba por venir. No necesitaba que le caldearan el corazón sino que se lo fundieran de una vez. Si se iba a quedar sin él, quería sentir cómo se le derretía por dentro antes de que sucediera.
Empezó a leer.

«Descendía envuelto en un alarido, rasgando el aire y el cielo sin esfuerzo. El blanco aumentó de tamaño, cada vez mejor enfocado por el tiempo y la velocidad. Hubo un último instante antes del impacto en que las cosas aún fueron como habían sido. Luego, el mundo visible explotó.»

viernes, 6 de enero de 2017

Plácida, recogidamente...

Cuando el reforzado morro negro del todoterreno le dio por detrás, —el intimidante vehículo era en realidad un blindado de lujo conducido por un enano coreano muy rico—, su espalda fue sometida en un milisegundo a un control de calidad muy estricto. Al tiempo que sentía el dolor punzando en cada una de sus vertebras o lo que fuera que tuviera aún más adentro, le pareció que la sacudida le había partido literalmente la espalda en dos. ¿Qué había pasado? Ni siquiera había mucho tráfico allí. No entendía cómo aquel extraño conductor oriental se le había abalanzado así.

Era un 23 de diciembre, por la tarde, tal vez las tres, las cuatro… unas tres horas después, en lugar de encontrarse en la casa de su madre, —lugar de celebración del reencuentro familiar por Navidad—, estaba tumbado en la aséptica, pero en cierta forma acogedora, cama de un hospital.

El médico, —exhibiendo en la mano la misma exacta tablilla con que caracterizan a los actores que hacen de médicos en las series de televisión—, se le acercó. Teatralizando a la perfección el universal idioma de la suficiencia y el paternalismo le dijo que aquello le retendría allí, como mínimo, hasta el 10 de enero.

A dos kilómetros al norte, en una amplia casa donde las urbanizaciones conforman monótonas ciudades autosuficientes, una docena de personas era de esperar que le estuvieran echando de menos. Aun así, a las diez, el teléfono permanecía sumido en un reconcentrado silencio. Lo cogió y lo desbloqueó, por quincuagésima vez. Era todo el movimiento que se le permitía: piernas y brazos, como los ángeles en la arena, o como aquel viejo juguete que hacía años le había regalado a su sobrino, aquel cangrejo que movía las cuatro patas al apretar un botón…


A eso de las doce, sin sueño, se prometió que no sería él quién llamaría. No sabía de dónde había nacido esa tortuosa determinación, —¿Quién, sino él, formaba parte de una modélica familia? —, pero le gustó mecerse en ella, plácida y recogidamente.