martes, 7 de febrero de 2017

AL OTRO LADO DE LA ACERA


—Que tenga un buen día, señor.

El bueno de Federico, el conserje, tan educado y en su sitio siempre, se despedía con esas mismas exactas palabras día tras día, cada uno de los días del año, —exceptuando los festivos—, de lunes a viernes, con esas mismas exactas palabras acompañadas siempre de un toque leve de gorra, como si en una vida anterior hubiera ocupado un cargo menor en el ejército.

—Gracias, Federico. Lo mismo.

En cambio, Rodolfo Simarro, a quien la repetición inamovible del saludo ponía un poco nervioso, se lo devolvió así aquel día, con el escueto agradecimiento, pero podría haberlo hecho de cualquier otra forma, incluso, —como muchos días hacía, en los días que salía zumbando a la oficina—, solo con un inexpresivo movimiento de cabeza, sin apenas mirarle siquiera.

Rodolfo subió al coche y reflexionó sobre aquel peculiar personaje: el señor “que tenga un buen día, señor”. Cuando ellos se mudaron al edifico, él llevaba ya unos años trabajando allí. Era un hombre pequeño, moreno, con una eterna expresión en la mirada cuya naturaleza no era fácil distinguir entre sumisión o humildad. Tal vez fuera una mezcla de ambas.

Qué poco sabía de él. Era peruano, al igual que su mujer, de quien el vecindario solo conocía el nombre, Clara. El apenas hablaba de otra cosa que no fuera de ella, pero muchos empezaban a pensar si no se trataría solo de una fabulación. Vivía, solo, en la diminuta vivienda del bajo.

El disco rojo del semáforo tuvo el efecto de apartar de su mente al portero. A pesar del deseo del conserje, iba a ser difícil que aquel fuera a ser un buen día, con aquel nuevo trabajo y sobre todo con aquella loca que tenía de jefa. ¿Iba a ser capaz de decirle que no otra vez, y que no ocurriera nada? ¿Iba a poder esquivar su mirada taladradora, y sus frases con segundas en plena reunión de cierre? Además de una devoradora de empresas en dificultades, Edurne Picapiedra lo era también de hombres jóvenes y talentosos como él.

Pero tenía un as en la manga. Desde ese momento, y para todo el personal de la oficina, se había vuelto oficialmente maricón.