martes, 27 de junio de 2017

Un tipo con suerte

Siempre se había dicho de Adam Crocher que era un tipo con suerte. Y no sólo por su aspecto físico, —Alain Delon hubiera pasado por su hermano gemelo—, ni por su dotación intelectual, —el segundo mayor cociente intelectual de la historia de España desde que existen los test, —, sino, y sobre todo, por la mujer con la que acabó casándose, la ex Hermana de la Caridad Susana Pakula.

Todo había sucedido en una fiesta conmemorativa. Se celebraba el quinto aniversario de la Fundación de la que Crocher era casi dueño único, y que financiaba la mayoría de la obra social de las Hermanas de la Caridad. Susana estaba allí sin hábito de monja, por segunda vez desde que tomó los votos. El flechazo fue fulminante.

miércoles, 14 de junio de 2017

HOMENAJE


Que aquello del monstruo era una chorrada lo tenía yo muy claro, desde el principio. Había salido en todos los medios, en la tele, en la prensa, en todos lados, y no como noticia pequeña, no, en portada, en titulares, abriendo los telediarios:
“Se avisa a toda la población de la inminente llegada a la ciudad de Carlos, el monstruo escapado hace un mes de la reserva subterránea de Jujuy” …
Que existía ese monstruo, —que, por cierto, nadie había visto nunca porque estaban prohibidas las grabaciones y las fotografías de los monstruos de las Reservas—, estaba claro, pero, que, primero, se hubiera escapado, y, segundo, que tuviera intenciones hostiles hacia nosotros, yo no me lo tragaba. Lo achacaba todo al enésimo escándalo de corrupción de María Norrajoy, y de sus cada vez menos ortodoxos métodos para taparlos, así que, cuando casi se fijó la llegada del fenómeno en el 21 de febrero, yo, tan pichi, salí a dar mi vuelta reglamentaria por el parque, que uno ya a estas edades no puede abandonarse ni apoltronarse en el sofá.
Pues con lo primero que me topé nada más salir del portal de mi casa fue con Carlos, el monstruo. Parece que me estaba esperando, el tío. El adjetivo de monstruo le venía como anillo al dedo, porque era más feo que un demonio. Tendría fácil unos siete metros de altura, y, ya puestos en medidas, unos dos o dos y medio de ancho por otro tanto de fondo; vamos, el armario necesario para alojar toda la ropa de la familia Preysler.
Sus medidas eran colosales, y su aspecto, tremendo; un solo ojo en el centro de la frente, pelo a tutiplén sobre todo donde no debía haberlo, expresión ceñuda y sordos y temibles expresiones de voz: vamos, lo que viene siendo un monstruo de libro.
Hacía: juuuu, gruuuu, gruujyyy… y eso, sin dejar de mirarme fijamente con su único óculo. Pero, tal vez a causa de que a mí me inspiraba aquel bicho más compasión que miedo, Carlos, en un momento dado, calló, se sentó en el borde de la acera y se puso a llorar. Después de un largo rato de convulsiones, me pidió un cigarrillo.
Yo había dejado de fumar, pero, como la ocasión lo merecía, nos acompañamos a un estanco, a darnos un homenaje.




lunes, 22 de mayo de 2017

Maya la Virgen

Por la Maya de Lavapiés era conocida en el barrio. Tenía solo trece años y fama de ser la más guapa de la calle.
Maya, la hija del Andrés Unaoreja. El mote lo decía todo de su padre, la perdió en una pelea una mala noche de invierno. «El vino que es muy malo» era la única explicación de su madre sobre el incidente en el que su marido se había quedado sin pabellón auditivo.
Maya, la Joya de la Dolores. Su madre se llamaba Rosario, pero era famosa por la devoción que profesaba a la Dolorosa. «Santa María, madre del Crucificado, da lágrimas a nosotros crucificadores de tu hijo» era la letanía con la que se despertaba Maya cada mañana. Aquel día dos de mayo no había sido distinto, solo que su madre en vez de pedirle a la Virgen que llevara a su Andrés por el buen camino, lo hacía por su niña. «Para que todos la miren y me la respeten» se santiguaba una y otra vez.
La vistieron entre los vecinos, deseosos de que la reina del número treinta y dos de la calle del Olivar fuera entronizada «Emperadora de Lavapiés». Asunción la del primero tejió la corona de siemprevivas, «moradas como la capa de Nuestra Señora en Semana Santa». Los collares de perlas salieron del joyero de Anita y Dulce, las hermanas mellizas y solteras cuyos pretendientes nunca se pusieron de acuerdo en cortejarlas a la vez; el mantón de Manila salió del arcón del señor Francisco, «a ella le gustaría que lo lucieras», ella había sido doña Bárbara. «Se fue de su lado por no soportar las exigencias de un esposo fogoso», le susurró su madre mientras acariciaba las rosas bordadas con hilo de seda. «Procura no perder los pendientes de la abuela. Escóndelos detrás del pelo cuando aparezca tu padre o acabarán en el bolsillo de Celso el bodeguero antes de que termine el día».
La sacaron a la calle muy de mañana y la sentaron en una silla, delante de una colcha de flores que colgaron de los dos balcones del piso de los Carretas. Con los ramos traídos el día anterior del otro lado del río le hicieron un altar. Rodeada de aliagas, margaritas, rosas, palmas, brezos y un par de jarrones de alhelíes, así estaba aquella mañana.
«Esta niña es y será por siempre la más galana del barrio» aseguraba su madre a cualquiera que pasaba ante su trono. Todo el mundo estaba de acuerdo. «Es igual que la Virgen», afirmaban las vecinas con devoción. A Maya se le atragantaban aquellas palabras. Soportó el calor, los ojos ajenos, las sonrisas, los piropos, las envidias cercanas y los cuchicheos lejanos; aguantó sentirse como los monos del Retiro solo por verlo a él pasar por delante del portal y mirarla como lo hizo.

Cuando el día acabó, el jurado eligió a Marina Bienvenida como reina del barrio. «Es la mismísima madre de Dios», murmuraban de la ganadora. Por eso se alegró tanto ella, no quería parecer una Virgen, porque por mucho que se empeñaran su madre y las vecinas, el día en que él la tocase no se iba a comportar como doña Bárbara.

martes, 16 de mayo de 2017

RESPUESTA TARDÍA


La cafetería estaba medio llena. Aunque la mayoría de las mesas estaban apenas desocupadas, en la barra sin embargo hubiera sido difícil abrirse hueco. Se notaba que la hora no era muy propicia para largas estancias.  Un sincopado runrún de voces y cacharrería gobernaba el ambiente. Yo me acababa de sentar y esperaba tranquilamente a que un camarero se acercara. Sobre la móvil y quebrada línea que formaban las cabezas de los clientes apareció el rostro de uno, que me indicaba con un gracioso gesto que ahora iba. Le contesté con un mohín escueto de asentimiento y me sumí en la lectura de la prensa. Hacía ya mucho que no la compraba en papel, sino que usaba una de esas aplicaciones gratuitas. En medio de la lectura de la enésima crisis norcoreana recordé lo que me había pedido Salvador. Minimicé la ventana del El País y abrí el whatsapp; busqué en la lista de contactos a Rodolfo, el abuelo de Salvador, a quién debía recordar el cambio de medicación que, según me había dicho mi amigo, le habían administrado en la visita que habían hecho ayer. Salvador es dos cosas: mi mejor amigo y un extraterrestre. El único aparato electrónico que tiene es un marcapasos que le pusieron hace un par de años, cuando descubrieron la razón por la que, por primera vez en veinticinco años, no había podido acabar un maratón. No es que no tenga teléfono, ni móvil ni fijo, ni inteligente ni tonto, es que no tiene ni televisor ni lavavajillas ni microondas, ni nada cuyo comportamiento él no pueda entender. Tal vez sea esa la razón por la que no tenga tampoco mujer. Pensarán que es un cavernícola o algo así, pero si le conocieran verían que es justo lo contrario.
Estoy tentado de mandarle una nota de voz a Rodolfo, pero me cuesta hablar solo en público, me da la sensación de que ando mal de la cabeza. Tecleo:
—Rodolfo, recuerda tomarte el Defecasemol esta tarde. Ya sabes, dos pastillas. Sonreí al imaginar al hombre respondiendo: ¿defe, qué?, como en el anuncio de la tele.
Esperé unos instantes. El simbolito de recepción permanecía solitario y gris. Cuando volví a consultarlo, terminado el café y vistos dos periódicos más, permanecía igual, solitario y gris, igual que mucha gente debe estar cuando espera con fruición que el lacito de marras cambie de color y quede acompañado.
Esa mañana no llegó respuesta. No sé por qué pero Salvador me había prácticamente prohibido que le llamara. Tampoco lo hizo al día siguiente ni al otro ni al otro. Llegó casi una semana más tarde, en forma de carta, en forma de sobre sepia y papel de calidad, con una letra escrita con lo que daba la sensación de ser una pluma muy, muy antigua…
-Gracias hijo, casi se me olvida…



viernes, 24 de marzo de 2017

La vida robada

Sara me enseñó la fotografía que acababa de encontrar en el cajón de la cómoda de la habitación.
—¿Quién es esta mujer?
—¿Quién va a ser? La tía Julia.
—¿Y por qué está pintando el cuadro de la abuela que vendimos al Museo de Córdoba?
—No digas tonterías, la tía Julia no pintaba, la pintora de la familia era la abuela.
—Pues esta no es la abuela.
—Tiene que ser. Déjamela ver.
Pero no, mi hija no estaba confundida. Una jovencísima tía Julia me miraba sonriente, con la paleta en una mano, el pincel en la otra y una bata llena de manchas cubriéndole el vestido. Tras ella, el lienzo con el patio lleno de geranios que nos había llenado la cuenta del banco después de la muerte de mi madre.
Estábamos en el piso de la tía. Hacía más de tres meses que la habíamos enterrado y la casa permanecía cerrada desde entonces. Yo no había encontrado la valentía de entrar en ella hasta ese día. Demasiados recuerdos almacenados en aquella casa.
La tía vivía en un tranquilo barrio de Córdoba; demasiado cerca, se empeñaba mi madre. Y eso que la tía Julia era su hermana mayor. Era una mujer muy cariñosa. La veía una vez a la semana: los sábados por la tarde, después de que mi madre se encerrara en el estudio entre aguarrás y óleos de colores. «Será nuestro secreto», murmuraba mi padre mientras me ataba los cordones de los zapatos rojos. Si alguna vez mi madre preguntaba por dónde habíamos estado paseando, mi padre siempre respondía: «Nos hemos acercado al puente viejo». Todavía hoy cuando alguien menciona el viejo puente, se me aparecen sus ojos vivarachos.
—Hay muchas más —comentó Sara sacando del cajón una mano llena de fotografías.
Me senté en la cama a examinarlas. En casi todas ellas aparecía la tía Julia pintando cuadros, pinturas conocidas por mí y por los críticos de arte como pertenecientes a la primera etapa de la gran artista María Ángeles Pacheco, mi madre. Había una donde estaban las dos hermanas juntas. Mi madre coloreaba un paisaje montañoso, mi tía, el enorme lienzo que colgaba ahora de una de las salas del Museo de la ciudad con el nombre de la autora escrito en una pequeña cartela a su lado; ese nombre no era otro que el mi madre.
—¿Nada más? —pegunté a mi hija, ansiosa por descubrir el secreto de todo aquello.
Sara sacó el recorte de una revista y un pequeño álbum con nuevas fotografías.
Desplegué la hoja; era una crítica de la última exposición en la que participó mi madre. Hablaba de la temática de los cuadros y de su técnica pictórica. Recorrí las líneas con rapidez en busca de una pista. La encontré casi al final. La frase decía así: «Este crítico reconoce la pureza de la técnica de la pintora, ejecutada con claridad y corrección, pero echa de menos las pinceladas pasionales de su primera época con las que conseguía inundar de color y vida al espectador».
La idea de que mi madre se había apropiado del trabajo de mi tía cruzó por mi mente.
Abrí el álbum y fui pasando una imagen tras otra. No había rastro de la vocación artística de Julia. Yo aparecía en muchas de la mano de mi padre y mi tía. Parecíamos felices, éramos felices.
Mi madre se había apropiado de sus cuadros, pero mi tía se había guardado para ella los mejores colores: nosotros.

En la última estaban ellos dos solos. No se tocaban, se miraban, con deleite, con esa extraña emoción que solo los realmente enamorados reflejan en el rostro. Me di cuenta entonces de quién había sido en realidad la mujer de mi padre; de quién había sido verdaderamente mi madre. 

jueves, 23 de marzo de 2017

Woman

Podría haber sido de otra manera, podría haber sido de otras muchas maneras, cualquiera casi hubiera servido, cualquiera que no fuera lo que le estaba pasando ahora mismo a la mujer que acababa de cerrar los ojos por última vez, esperando el golpe de gracia de su verdugo.

Su verdugo, que sólo unos pocos minutos antes había deslizado con delicadeza un CD de John Lennon en el equipo de música, era, sí, su verdugo, pero también su marido, su casi padre y su, (eso había creído ella siempre) mejor amigo.

Afuera, más allá de la masa casi sólida de tensión que llenaba la habitación del lujoso apartamento, una débil lluvia comenzaba a caer, imperceptiblemente, como si estuviera llamando con cándida timidez a una puerta universal.

El hombre levantó el cuchillo y cerró los ojos, también. La cálida voz de Lennon en "woman" se escuchaba, desde un lejano lugar llamado nunca.

martes, 7 de febrero de 2017

AL OTRO LADO DE LA ACERA


—Que tenga un buen día, señor.

El bueno de Federico, el conserje, tan educado y en su sitio siempre, se despedía con esas mismas exactas palabras día tras día, cada uno de los días del año, —exceptuando los festivos—, de lunes a viernes, con esas mismas exactas palabras acompañadas siempre de un toque leve de gorra, como si en una vida anterior hubiera ocupado un cargo menor en el ejército.

—Gracias, Federico. Lo mismo.

En cambio, Rodolfo Simarro, a quien la repetición inamovible del saludo ponía un poco nervioso, se lo devolvió así aquel día, con el escueto agradecimiento, pero podría haberlo hecho de cualquier otra forma, incluso, —como muchos días hacía, en los días que salía zumbando a la oficina—, solo con un inexpresivo movimiento de cabeza, sin apenas mirarle siquiera.

Rodolfo subió al coche y reflexionó sobre aquel peculiar personaje: el señor “que tenga un buen día, señor”. Cuando ellos se mudaron al edifico, él llevaba ya unos años trabajando allí. Era un hombre pequeño, moreno, con una eterna expresión en la mirada cuya naturaleza no era fácil distinguir entre sumisión o humildad. Tal vez fuera una mezcla de ambas.

Qué poco sabía de él. Era peruano, al igual que su mujer, de quien el vecindario solo conocía el nombre, Clara. El apenas hablaba de otra cosa que no fuera de ella, pero muchos empezaban a pensar si no se trataría solo de una fabulación. Vivía, solo, en la diminuta vivienda del bajo.

El disco rojo del semáforo tuvo el efecto de apartar de su mente al portero. A pesar del deseo del conserje, iba a ser difícil que aquel fuera a ser un buen día, con aquel nuevo trabajo y sobre todo con aquella loca que tenía de jefa. ¿Iba a ser capaz de decirle que no otra vez, y que no ocurriera nada? ¿Iba a poder esquivar su mirada taladradora, y sus frases con segundas en plena reunión de cierre? Además de una devoradora de empresas en dificultades, Edurne Picapiedra lo era también de hombres jóvenes y talentosos como él.

Pero tenía un as en la manga. Desde ese momento, y para todo el personal de la oficina, se había vuelto oficialmente maricón.



domingo, 29 de enero de 2017

Estrellao

—¡Señor! ¿Se ha hecho daño?

—¿Será gilí? a lo mejor se cree que esto es un colchón de agua. ¡No te digo!

Estrellao, lo que se dice estrellao. Desde que nací. Cuando me creía el rey del universo llegó mi hermano, un angelote que me quitó el puesto. Desde entonces, todo lo malo me pasa a mí.

Esta mañana a mi mujer le he dicho que me iba al viaducto cuando me ha preguntado donde iba tan temprano. 

Llámame cuando llegues al suelo -me ha respondido con toda la guasa. 

Desesperao. Estoy desesperao. Mucho cuidao con lo que dices que no respondo. Como no me aguanto ni yo, me he tirao por el viaducto ¿y sabes qué ha pasao? Que este árbol se ha interpuesto en mi camino. ¡Si al menos fuera frondoso!
¡No me digas que no es mala suerte!   

jueves, 26 de enero de 2017

LA CAJERA


—Acércate al Árbol a por un kilo de cebollas y un paquete de azúcar. Toma, y con el cambio cómprate algo.
Mi madre me largó un billete de cinco euros, viejo y arrugado como casi siempre, y yo salí escopetado a por la compra. Pero mi compra no era, por supuesto, ni las cebollas ni el azúcar, —eso era sólo lo que la hacía posible—, sino los dos o tres sobres de la Liga que podría comprar, calculé, con lo que me sobrara.
El Árbol, —ahora ya no es un Árbol sino un Plaza Día —, tenía tres pasillos, una luz intensa blanca y una cajera a la que caía bien. No digo esto porque sí, sino porque, aunque no acostumbraba casi nunca a sonreír a los clientes, a mí siempre me recibía con una cuando me llegaba el turno de pagar, y siempre, además, casi sin excepción, me decía algo.
Me pasé tres años haciendo encargos de mi madre allí y muchos de ellos pasaban por sus regordetas y pizpiretas manos. Siempre que cogía las cosas me fijaba en ellas, en aquellas pequeñas palas-grúa tan perfectamente adiestradas, tachonadas de pecas, tantas que las hacían parecer marrones.
En todo ese tiempo nunca me preguntó cómo me llamaba. Tampoco yo, claro, supe nunca su nombre.
Un día, como tantas otras veces, mi madre me había mandado a comprar algo, no recuerdo ahora qué. Entré, pero no la vi en ningún lineal de cajas. Era el primer martes que no estaba, —me había aprendido al dedillo su calendario de trabajo—y me pareció raro. Me fijé en las otras cajeras; no me sonaba ninguna. Mientras esperaba mi turno escuché que se cerraba el supermercado.
Entonces comprendí porqué me había dado aquella bolsa llena de regalos de promoción el sábado anterior, y porqué me había dicho que le recordaba a su hijo, a quién, me dijo, hacía diez años que no veía. 


martes, 24 de enero de 2017

Las heridas del tiempo

Desde que tenía memoria, siempre había estado allí, entre parterres de rosas. No recordaba quién lo había plantado —tenía la imagen de unas rudas manos acariciando su corteza blanca, aunque ni siquiera sabía si era una imagen construida por él mismo—, pero, fuera quien fuese, la persona que decidió colocar un álamo en la pradera delantera del jardín del palacete contaba con todo su agradecimiento.
No podía decir que hubieran sido años tranquilos: algunos sí, otros no tanto. Los primeros, sí —de eso estaba seguro—, y alegres; como lo eran las risas de los hijos del dueño cuando jugaban al escondite. Le encantaba que las dos pequeñas se ocultaran tras él; le hacían cosquillas con las coletas mientras sus hermanos mayores fingían no poder encontrarlas.
Luego llegaron aquellos tiempos en los que la señora dejó de sentarse a coser junto a él, las carreras infantiles se sustituyeron por los paseos silenciosos y las risas por susurros. Después, ni siquiera eso. Un día vio salir una comitiva de coches oscuros y el jardín se quedó vacío durante mucho tiempo, tanto tiempo que se resignó a envejecer con la única compañía del viento y los trinos de los gorriones.
Pero ocurrió un milagro en forma de hada rubia que acompañaba a uno de los chicos. ¿Era el mayor o el pequeño, Juan o José? Fue incapaz de descubrirlo. En aquel hombre moreno y bien plantado poco quedaba ya del muchacho que un día fue. Y las iniciales, que ambos le grabaron en el tronco, rodeadas de un corazón tampoco ayudaron a desentrañar el misterio.
Si el negro fue preludio de la soledad, con el blanco regresó la compañía. Y las largas tardes de lectura en el jardín, los primeros pasos y los balbuceos. La nueva época vino acompañada de una novedad: las fiestas en el jardín. Nunca los veranos fueron más entretenidos.
Aunque también eso acabó coincidiendo con el inicio de las voces, los gritos y las discusiones. Volvió a quedarse solo, sin embargo, aprendió mucho vocabulario. La primera vez, las palabras ruina y divorcio le parecieron feas, burdas, groseras, aunque llegó un momento en que se acostumbró a ellas. Después, hasta esas desaparecieron. A la vez que la gente.
Tuvo que buscarse otra compañía. Disfrutaba con el sol de invierno y la luna en verano. Le emocionaba la lluvia en primavera y odiaba el viento en otoño, que lo dejaba solo y desnudo.
Dejó de contar el tiempo cuando vio derribar la casa del dueño de la naviera Etxaniz y erguirse aquel rascacielos que lo observaba a todas horas, de los pies a la cabeza. Pensó que sería la única torre, que nadie en su sano juicio cambiaría los suelos de madera, las galerías porticadas, los enormes ventanales y las lámparas de araña por una torre de cemento y cristal; mucho menos que renunciarían a los jardines. Nunca imaginó que se quedaría solo.
Se equivocó. Desde que lo rodeaban aquellos gigantes, el sol no calentaba ya sus ramas, la luna había desaparecido, la lluvia no empapaba sus raíces y hasta el viento de otoño había dejado de soplar. Y lo peor era saber que, cuando llegara su hora, nadie acariciaría su corteza blanca antes de talarlo sino que caería bajo el rugido ensordecedor de una máquina sin alma.


lunes, 9 de enero de 2017

Lo que está por llegar

—Esta melodía es para las personas más importantes de mi vida, Marie y Sabine.
Y el pianista comenzó a interpretar aquella música con la que conseguía alegrar a los corazones más tristes.
FIN

Berta parpadeó varias veces seguidas para que el aire secara la humedad de la base de sus pestañas. Miró por encima del libro que no se decidía a cerrar. Nadie reparaba en ella. Eran fechas de exámenes; la biblioteca municipal abría día y noche y las mesas estaban llenas de veinteañeros, más preocupados por sus propios teléfonos móviles que por una mujer de mediana edad enfrascada entre las páginas de los libros prestados.
Sacó un pañuelo y se limpió los ojos con disimulo. Debería haber cerrado el volumen —al fin y al cabo acababa de terminarlo—, pero volvió a leer las dos últimas frases de aquella maravillosa historia de superación que la había mantenido en vilo durante las seis últimas tardes. Todavía le costó un rato desprenderse de ella. Sin esperanza era su título y, sin embargo, le había enseñado que todo era posible, aunque pareciera insuperable.
Si de verdad fuera cierto…
Devolvió la novela a la estantería. Pensó en el sobre del bolso que no había tenido la entereza de abrir desde que se lo diera el doctor aquella mañana.
—No quiero saberlo —le había dicho antes de que le diera tiempo a abrir la boca cuando él le tendió los resultados.
—Tendrá que tomar una decisión cuanto antes.
—Déjeme un par de días para pensarlo.
El médico no le insistió y Berta se imaginó que no era la primera vez que una paciente decidía ignorar la gravedad de su dolencia.
—Le espero el jueves a las doce. No puede postergarlo más.
—No se preocupe, aquí estaré. Le prometo una respuesta.
—Afirmativa, espero.
Berta salió sin contestar.
Debería marcharse. Antonio no tardaría en llegar del trabajo y se preocuparía si la encontraba en casa. No le había dicho nada de las arritmias ni del dolor en el pecho. ¿De qué habría servido? Solo para ponerlo nervioso y tenerlo encima de ella a todas horas. Debería marcharse y, sin embargo, comenzó a pasear por los estantes. De vez en cuando cogía un libro que le llamaba la atención sin saber por qué: a veces por el título llamativo, otras por ser de un autor conocido y las más por ser simplemente viejo. Los libros más usados habían sido los más leídos; para Berta era sinónimo de interesante.
Recorrió varios muebles de estanterías. El dedo se le detuvo delante de una fina novela llamada El violonchelista de Sarajevo. Una ciudad sitiada durante la guerra de los Balcanes, francotiradores, mujeres, hombres y niños muertos en la cola del mercado y un hombre tocando para dotar de humanidad a la barbarie.
Doscientas cuarenta páginas. Hizo un cálculo rápido; le daría tiempo en dos días. Lo cogió sin pensarlo más y lo llevó hasta el sitio que ocupaba. Del bolso, sacó la cartera y el teléfono móvil. Junto a la entrada había un par de máquinas con bebidas y algo de comida. Se acercó hasta allí. Metió unas monedas y pulsó un botón cualquiera mientras localizaba el número de su marido.
—Cariño, ha habido un problema con mi madre. Acaba de llamarme la vecina. Al parecer se ha caído y la han llevado al hospital. Me dice que no es grave, solo el golpe. No, no, no hace falta que vengas. Estoy ya en el autobús camino de Segovia. Sí, no te preocupes, luego te llamo cuando la haya visto y sepa algo más. Un beso.
Apagó el teléfono antes de que a Antonio le diera tiempo a reaccionar. Se comió el sándwich de dos bocados y regresó a su silla.
La portada era una mujer desnuda con la cara vuelta hacia una pared agrietada. «Una historia desgarradora del cerco de Sarajevo», decía una frase escrita por encima de ella. Antes abrir el libro tomó otra decisión. Sacó el sobre del bolso, lo rasgó en cuatro trozos y lo hizo a un lado.
Se alegró de no haber cedido a la tentación de escoger un libro de Jorge Bucay, que la ayudara a sobrellevar lo que estaba por venir. No necesitaba que le caldearan el corazón sino que se lo fundieran de una vez. Si se iba a quedar sin él, quería sentir cómo se le derretía por dentro antes de que sucediera.
Empezó a leer.

«Descendía envuelto en un alarido, rasgando el aire y el cielo sin esfuerzo. El blanco aumentó de tamaño, cada vez mejor enfocado por el tiempo y la velocidad. Hubo un último instante antes del impacto en que las cosas aún fueron como habían sido. Luego, el mundo visible explotó.»

viernes, 6 de enero de 2017

Plácida, recogidamente...

Cuando el reforzado morro negro del todoterreno le dio por detrás, —el intimidante vehículo era en realidad un blindado de lujo conducido por un enano coreano muy rico—, su espalda fue sometida en un milisegundo a un control de calidad muy estricto. Al tiempo que sentía el dolor punzando en cada una de sus vertebras o lo que fuera que tuviera aún más adentro, le pareció que la sacudida le había partido literalmente la espalda en dos. ¿Qué había pasado? Ni siquiera había mucho tráfico allí. No entendía cómo aquel extraño conductor oriental se le había abalanzado así.

Era un 23 de diciembre, por la tarde, tal vez las tres, las cuatro… unas tres horas después, en lugar de encontrarse en la casa de su madre, —lugar de celebración del reencuentro familiar por Navidad—, estaba tumbado en la aséptica, pero en cierta forma acogedora, cama de un hospital.

El médico, —exhibiendo en la mano la misma exacta tablilla con que caracterizan a los actores que hacen de médicos en las series de televisión—, se le acercó. Teatralizando a la perfección el universal idioma de la suficiencia y el paternalismo le dijo que aquello le retendría allí, como mínimo, hasta el 10 de enero.

A dos kilómetros al norte, en una amplia casa donde las urbanizaciones conforman monótonas ciudades autosuficientes, una docena de personas era de esperar que le estuvieran echando de menos. Aun así, a las diez, el teléfono permanecía sumido en un reconcentrado silencio. Lo cogió y lo desbloqueó, por quincuagésima vez. Era todo el movimiento que se le permitía: piernas y brazos, como los ángeles en la arena, o como aquel viejo juguete que hacía años le había regalado a su sobrino, aquel cangrejo que movía las cuatro patas al apretar un botón…


A eso de las doce, sin sueño, se prometió que no sería él quién llamaría. No sabía de dónde había nacido esa tortuosa determinación, —¿Quién, sino él, formaba parte de una modélica familia? —, pero le gustó mecerse en ella, plácida y recogidamente.