—Esta
melodía es para las personas más importantes de mi vida, Marie y Sabine.
Y
el pianista comenzó a interpretar aquella música con la que conseguía alegrar a
los corazones más tristes.
FIN
Berta parpadeó varias veces seguidas
para que el aire secara la humedad de la base de sus pestañas. Miró por encima
del libro que no se decidía a cerrar. Nadie reparaba en ella. Eran fechas de
exámenes; la biblioteca municipal abría día y noche y las mesas estaban llenas
de veinteañeros, más preocupados por sus propios teléfonos móviles que por una
mujer de mediana edad enfrascada entre las páginas de los libros prestados.
Sacó un pañuelo y se limpió los ojos con
disimulo. Debería haber cerrado el volumen —al fin y al cabo acababa de
terminarlo—, pero volvió a leer las dos últimas frases de aquella maravillosa
historia de superación que la había mantenido en vilo durante las seis últimas tardes.
Todavía le costó un rato desprenderse de ella. Sin esperanza era su título y, sin embargo, le había enseñado que
todo era posible, aunque pareciera insuperable.
Si de verdad fuera cierto…
Devolvió la novela a la estantería.
Pensó en el sobre del bolso que no había tenido la entereza de abrir desde que
se lo diera el doctor aquella mañana.
—No quiero saberlo —le había dicho antes
de que le diera tiempo a abrir la boca cuando él le tendió los resultados.
—Tendrá que tomar una decisión cuanto
antes.
—Déjeme un par de días para pensarlo.
El médico no le insistió y Berta se imaginó
que no era la primera vez que una paciente decidía ignorar la gravedad de su
dolencia.
—Le espero el jueves a las doce. No puede
postergarlo más.
—No se preocupe, aquí estaré. Le prometo
una respuesta.
—Afirmativa, espero.
Berta salió sin contestar.
Debería marcharse. Antonio no tardaría
en llegar del trabajo y se preocuparía si la encontraba en casa. No le había
dicho nada de las arritmias ni del dolor en el pecho. ¿De qué habría servido?
Solo para ponerlo nervioso y tenerlo encima de ella a todas horas. Debería
marcharse y, sin embargo, comenzó a pasear por los estantes. De vez en cuando
cogía un libro que le llamaba la atención sin saber por qué: a veces por el
título llamativo, otras por ser de un autor conocido y las más por ser
simplemente viejo. Los libros más usados habían sido los más leídos; para Berta
era sinónimo de interesante.
Recorrió varios muebles de estanterías. El
dedo se le detuvo delante de una fina novela llamada El violonchelista de Sarajevo. Una ciudad sitiada durante la guerra
de los Balcanes, francotiradores, mujeres, hombres y niños muertos en la cola
del mercado y un hombre tocando para dotar de humanidad a la barbarie.
Doscientas cuarenta páginas. Hizo un
cálculo rápido; le daría tiempo en dos días. Lo cogió sin pensarlo más y lo llevó
hasta el sitio que ocupaba. Del bolso, sacó la cartera y el teléfono móvil.
Junto a la entrada había un par de máquinas con bebidas y algo de comida. Se
acercó hasta allí. Metió unas monedas y pulsó un botón cualquiera mientras localizaba
el número de su marido.
—Cariño, ha habido un problema con mi
madre. Acaba de llamarme la vecina. Al parecer se ha caído y la han llevado al
hospital. Me dice que no es grave, solo el golpe. No, no, no hace falta que
vengas. Estoy ya en el autobús camino de Segovia. Sí, no te preocupes, luego te
llamo cuando la haya visto y sepa algo más. Un beso.
Apagó el teléfono antes de que a Antonio
le diera tiempo a reaccionar. Se comió el sándwich de dos bocados y regresó a
su silla.
La portada era una mujer desnuda con la
cara vuelta hacia una pared agrietada. «Una
historia desgarradora del cerco de Sarajevo», decía una frase escrita por
encima de ella. Antes abrir el libro tomó otra decisión. Sacó el sobre del
bolso, lo rasgó en cuatro trozos y lo hizo a un lado.
Se alegró de no haber cedido a la
tentación de escoger un libro de Jorge Bucay, que la ayudara a sobrellevar lo
que estaba por venir. No necesitaba que le caldearan el corazón sino que se lo
fundieran de una vez. Si se iba a quedar sin él, quería sentir cómo se le
derretía por dentro antes de que sucediera.
Empezó a leer.
«Descendía envuelto en un alarido,
rasgando el aire y el cielo sin esfuerzo. El blanco aumentó de tamaño, cada vez
mejor enfocado por el tiempo y la velocidad. Hubo un último instante antes del
impacto en que las cosas aún fueron como habían sido. Luego, el mundo visible
explotó.»