Que aquello del monstruo era una
chorrada lo tenía yo muy claro, desde el principio. Había salido en todos los
medios, en la tele, en la prensa, en todos lados, y no como noticia pequeña,
no, en portada, en titulares, abriendo los telediarios:
“Se avisa a toda la población de la
inminente llegada a la ciudad de Carlos, el monstruo escapado hace un mes de la
reserva subterránea de Jujuy” …
Que existía ese monstruo, —que, por
cierto, nadie había visto nunca porque estaban prohibidas las grabaciones y las
fotografías de los monstruos de las Reservas—, estaba claro, pero, que,
primero, se hubiera escapado, y, segundo, que tuviera intenciones hostiles
hacia nosotros, yo no me lo tragaba. Lo achacaba todo al enésimo escándalo de
corrupción de María Norrajoy, y de sus cada vez menos ortodoxos métodos para
taparlos, así que, cuando casi se fijó la llegada del fenómeno en el 21 de
febrero, yo, tan pichi, salí a dar mi vuelta reglamentaria por el parque, que
uno ya a estas edades no puede abandonarse ni apoltronarse en el sofá.
Pues con lo primero que me topé
nada más salir del portal de mi casa fue con Carlos, el monstruo. Parece que me
estaba esperando, el tío. El adjetivo de monstruo le venía como anillo al dedo,
porque era más feo que un demonio. Tendría fácil unos siete metros de altura,
y, ya puestos en medidas, unos dos o dos y medio de ancho por otro tanto de
fondo; vamos, el armario necesario para alojar toda la ropa de la familia
Preysler.
Sus medidas eran colosales, y su
aspecto, tremendo; un solo ojo en el centro de la frente, pelo a tutiplén sobre
todo donde no debía haberlo, expresión ceñuda y sordos y temibles expresiones
de voz: vamos, lo que viene siendo un monstruo de libro.
Hacía: juuuu, gruuuu, gruujyyy… y
eso, sin dejar de mirarme fijamente con su único óculo. Pero, tal vez a causa
de que a mí me inspiraba aquel bicho más compasión que miedo, Carlos, en un
momento dado, calló, se sentó en el borde de la acera y se puso a llorar.
Después de un largo rato de convulsiones, me pidió un cigarrillo.
Yo había dejado de fumar, pero,
como la ocasión lo merecía, nos acompañamos a un estanco, a darnos un homenaje.