lunes, 22 de mayo de 2017

Maya la Virgen

Por la Maya de Lavapiés era conocida en el barrio. Tenía solo trece años y fama de ser la más guapa de la calle.
Maya, la hija del Andrés Unaoreja. El mote lo decía todo de su padre, la perdió en una pelea una mala noche de invierno. «El vino que es muy malo» era la única explicación de su madre sobre el incidente en el que su marido se había quedado sin pabellón auditivo.
Maya, la Joya de la Dolores. Su madre se llamaba Rosario, pero era famosa por la devoción que profesaba a la Dolorosa. «Santa María, madre del Crucificado, da lágrimas a nosotros crucificadores de tu hijo» era la letanía con la que se despertaba Maya cada mañana. Aquel día dos de mayo no había sido distinto, solo que su madre en vez de pedirle a la Virgen que llevara a su Andrés por el buen camino, lo hacía por su niña. «Para que todos la miren y me la respeten» se santiguaba una y otra vez.
La vistieron entre los vecinos, deseosos de que la reina del número treinta y dos de la calle del Olivar fuera entronizada «Emperadora de Lavapiés». Asunción la del primero tejió la corona de siemprevivas, «moradas como la capa de Nuestra Señora en Semana Santa». Los collares de perlas salieron del joyero de Anita y Dulce, las hermanas mellizas y solteras cuyos pretendientes nunca se pusieron de acuerdo en cortejarlas a la vez; el mantón de Manila salió del arcón del señor Francisco, «a ella le gustaría que lo lucieras», ella había sido doña Bárbara. «Se fue de su lado por no soportar las exigencias de un esposo fogoso», le susurró su madre mientras acariciaba las rosas bordadas con hilo de seda. «Procura no perder los pendientes de la abuela. Escóndelos detrás del pelo cuando aparezca tu padre o acabarán en el bolsillo de Celso el bodeguero antes de que termine el día».
La sacaron a la calle muy de mañana y la sentaron en una silla, delante de una colcha de flores que colgaron de los dos balcones del piso de los Carretas. Con los ramos traídos el día anterior del otro lado del río le hicieron un altar. Rodeada de aliagas, margaritas, rosas, palmas, brezos y un par de jarrones de alhelíes, así estaba aquella mañana.
«Esta niña es y será por siempre la más galana del barrio» aseguraba su madre a cualquiera que pasaba ante su trono. Todo el mundo estaba de acuerdo. «Es igual que la Virgen», afirmaban las vecinas con devoción. A Maya se le atragantaban aquellas palabras. Soportó el calor, los ojos ajenos, las sonrisas, los piropos, las envidias cercanas y los cuchicheos lejanos; aguantó sentirse como los monos del Retiro solo por verlo a él pasar por delante del portal y mirarla como lo hizo.

Cuando el día acabó, el jurado eligió a Marina Bienvenida como reina del barrio. «Es la mismísima madre de Dios», murmuraban de la ganadora. Por eso se alegró tanto ella, no quería parecer una Virgen, porque por mucho que se empeñaran su madre y las vecinas, el día en que él la tocase no se iba a comportar como doña Bárbara.

martes, 16 de mayo de 2017

RESPUESTA TARDÍA


La cafetería estaba medio llena. Aunque la mayoría de las mesas estaban apenas desocupadas, en la barra sin embargo hubiera sido difícil abrirse hueco. Se notaba que la hora no era muy propicia para largas estancias.  Un sincopado runrún de voces y cacharrería gobernaba el ambiente. Yo me acababa de sentar y esperaba tranquilamente a que un camarero se acercara. Sobre la móvil y quebrada línea que formaban las cabezas de los clientes apareció el rostro de uno, que me indicaba con un gracioso gesto que ahora iba. Le contesté con un mohín escueto de asentimiento y me sumí en la lectura de la prensa. Hacía ya mucho que no la compraba en papel, sino que usaba una de esas aplicaciones gratuitas. En medio de la lectura de la enésima crisis norcoreana recordé lo que me había pedido Salvador. Minimicé la ventana del El País y abrí el whatsapp; busqué en la lista de contactos a Rodolfo, el abuelo de Salvador, a quién debía recordar el cambio de medicación que, según me había dicho mi amigo, le habían administrado en la visita que habían hecho ayer. Salvador es dos cosas: mi mejor amigo y un extraterrestre. El único aparato electrónico que tiene es un marcapasos que le pusieron hace un par de años, cuando descubrieron la razón por la que, por primera vez en veinticinco años, no había podido acabar un maratón. No es que no tenga teléfono, ni móvil ni fijo, ni inteligente ni tonto, es que no tiene ni televisor ni lavavajillas ni microondas, ni nada cuyo comportamiento él no pueda entender. Tal vez sea esa la razón por la que no tenga tampoco mujer. Pensarán que es un cavernícola o algo así, pero si le conocieran verían que es justo lo contrario.
Estoy tentado de mandarle una nota de voz a Rodolfo, pero me cuesta hablar solo en público, me da la sensación de que ando mal de la cabeza. Tecleo:
—Rodolfo, recuerda tomarte el Defecasemol esta tarde. Ya sabes, dos pastillas. Sonreí al imaginar al hombre respondiendo: ¿defe, qué?, como en el anuncio de la tele.
Esperé unos instantes. El simbolito de recepción permanecía solitario y gris. Cuando volví a consultarlo, terminado el café y vistos dos periódicos más, permanecía igual, solitario y gris, igual que mucha gente debe estar cuando espera con fruición que el lacito de marras cambie de color y quede acompañado.
Esa mañana no llegó respuesta. No sé por qué pero Salvador me había prácticamente prohibido que le llamara. Tampoco lo hizo al día siguiente ni al otro ni al otro. Llegó casi una semana más tarde, en forma de carta, en forma de sobre sepia y papel de calidad, con una letra escrita con lo que daba la sensación de ser una pluma muy, muy antigua…
-Gracias hijo, casi se me olvida…