martes, 18 de octubre de 2016

Livia, el persianista, el bulldog y la caída



Juan Carlos me insiste en que les hable de la forma en que conocí a Livia. Lo haría, pero acabo de recordar que debo dar de comer a Google, así que lo dejaré para luego, si no les importa. Google es el melancólico Bulldog que vive conmigo, un lento y bajo animal que bien pudiera ser la encarnación sobre la tierra de la resignación o de la somnolencia; él, junto con la cama desnivelada que es prácticamente todo mi dormitorio y dos posters de Warhol a colorines, —que tiré a la basura nada más encontrármelos sobre la cama—, conformaron todo cuanto ella me dejó como legado, una vez se hubo largado con Toni, el apuesto persianista.

Toni, el hombre…

El perro saliva su desvaído alimento y me interroga con la mirada en una expresión que bien pudiera significar “¿necesitas algo, muchacho?” o “¿eres tú todo lo que tengo, es a ti a quien debo encomendar mi destino?”. Recojo ambas preguntas dando por hecho que, en realidad, no están formuladas sino hacia mí mismo, y, por tanto, cumplidamente, las ignoro, y me dirijo arriba, a satisfacer el deseo de mi amigo.
Juan Carlos es un buen tío. Es, en esencia, el clásico buen tío, si hay un estereotipo para eso, que no lo tengo claro. No me pararé mucho en ello, pero, he de decirles que, para empezar, se trata del caballero que, cierto día de principios de marzo de 1984 me salvó la vida. El cómo fue aquello no viene a cuento ahora.

Lo de Livia…

Era la hora punta de la mañana, en el subsuelo de Madrid, y hacía calor, de eso es de lo que más me acuerdo. El metro entraba a la estación de Sol como un fatigado maratoniano, balbuceando. El peso de los cinco coches parecía ser demasiado para él. Yo me acerqué al límite del andén, buscando, como siempre hacía, la coincidencia de que la puerta se quedase justamente donde me encontraba. Al abrirse, la mujer que salió en primer lugar cayó de bruces, contra el suelo, justo a mi lado. No era una anciana, pero hacía ya hacía ya mucho tiempo que había dejado de ser una niña.  Una caída así sólo podía haberla causado un terremoto interior. Un infarto, un aneurisma u otra cualquier calamidad acabada en “isma” …

Me encontraba solo, en aquella parte del andén. La mujer parecía convulsionarse. Me arrodillé ante ella y le di la vuelta. Unos ojos sin pupilas no son un espectáculo edificante. Como si me hubieran tirado aquel viejo libro sobre primeros auxilios a la cabeza, recordé en un instante cómo era eso del apretón en el pecho con la base de la mano. Y hacerla moverse contra el cuerpo en apuros como una pala cortante. Flas flas. Lo hice sin saber si correspondía a su dolencia, tan sólo por no quedarme mirando su expresión heladora. 
Entonces fue cuando me cogió del brazo.



lunes, 17 de octubre de 2016

Estimado señor


Estimado Sr. D. Damián:
Imagino que después de mi aparición el domingo en misa mayor, habrá llegado a sus oídos que la hija de los marqueses ha regresado del exterior. Con esa certeza, le escribo esta carta con objeto de proponerle un negocio que, debido a la delicadeza de su naturaleza, es imposible tratarlo en público. Ni la Sala de Fumadores del Casino ni la reunión de las Damas Notables son el lugar apropiado para hacerlo. Demasiados oídos gitanos atentos a las transacciones de dos buenos cristianos. Con la confianza de que escuchará mejor lo que tengo que decirle si lo expongo por este medio, paso pues a referírselo sin más demora.
Usted mejor que nadie sabe que la fábrica de conservas que mi abuelo, al que Dios tenga en la Gloria, fundó en el año mil ochocientos setenta y siete, hace muchos años que permanece cerrada a la espera de que alguien se haga cargo de ella. Yo, como única heredera de la fortuna de los Landaida, debía ser la persona encargada de hacerlo, pero, por suerte o por desgracia, la larga y agónica enfermedad a la que se ha visto postrado mi esposo durante los últimos cinco años me ha impedido regresar antes de Inglaterra para atender las obligaciones con mi familia.
Libre ya del deber marital, me propongo iniciar una nueva etapa como empresaria de Enlatados Landaida. No tengo que exponerle a usted la situación tan penosa en la que se encuentra la empresa. Mi padre, en su afán por sacar adelante el legado familiar, invirtió en ella todo lo que poseía. En vano fue, puesto que todo se perdió a pesar de sus esfuerzos. Sin embargo, la factoría sigue en pie, y la maquinaria dentro. Con el dinero que obtuve de la venta de mi palacete de Cambridge, tengo apalabrados quinientos ejemplares de bonito de las capturas de la próxima campaña. Solo hay una cosa que me falta conseguir y son los operarios. Para esto es para que lo que acudo a usted: le pido fervientemente que me provea de veinte mujeres de las que trabajan en sus naves. Nada tengo que ofrecerle sino a mí misma. Mis mejillas arden al escribir estas palabras, pero solo pueden ser dichas con la crudeza que merecen: yo soy la moneda de cambio.
Espero que estudie mi solicitud y mi oferta con la seriedad con las que están hechas. Le ruego guarde la máxima prudencia sobre el contenido de esta carta; ni usted ni yo merecemos ser el asunto principal de las conversaciones del próximo domingo a los pies de la escalinata del templo.
Con toda mi gratitud a su discreción, se despide atentamente,

Olga María Landaida, vda. de Bruckling




Estimada Srta. Olga:
Permítame indicarle que no he podido atender su petición a pesar de que usted me lo exponía en su misiva tan educadamente.
Como usted bien conoce, no acostumbro a frecuentar los dominios del padre Anselmo ya que mis ideas políticas y opiniones religiosas así me lo demandan. Sin embargo, la sacristía parroquial no dispone aún de teléfono, ese nuevo invento tan en boga en estos últimos tiempos, y no me ha quedado más remedio que acudir a la iglesia. El cura la tuvo presente a usted en los más de ciento cincuenta santos y señas que debió de hacer en el tiempo que tardé en exponerle la situación. Me temo que este domingo su nombre y el mío estarán en boca de todos los ciudadanos de la villa, puesto que constan ya clavados en la puerta.
Sin más dilación me despido no sin antes rogarle que en adelante, y para cualquier correspondencia sobre su particular o sobre Conservas Landaida, utilice el nuevo nombre de Olga María Landaida, sra. de Damián Márquez
Su nuevo futuro esposo:


Damián Márquez Angulo

martes, 4 de octubre de 2016

Una fosa poco profunda

— Tercero exterior izquierda.
— ¿Hay ascensor? —preguntó Oso.
— No —contestó Nina.
— Mierda.
Cuando la pareja entró en el piso, el Gitano estaba dando paseos por el salón muy nervioso y algo magullado.
— No sé qué ha pasado — comenzó a decir cuando vio entrar a Nina—. Estábamos hablando y…
— Chst… silencio. Siéntate y nos lo cuentas todo. Pero despacio —le dijo Nina agarrándole de los brazos.
El Gitano se sentó en el sofá.
— Pues llego a casa y me encuentro a la Olga que está haciendo la maleta y la digo que donde va y me dice que se va y la digo que por qué y me dice que no me quiere. Y empezamos a discutir y me suelta que ha conocido a otro o… yo qué sé. Que me he vuelto loco y ha corrido al baño y… joder. La mierda. Joder.
— Vale —dice Oso— ¿entonces está en el baño?.
— Sí, ahí se ha  quedado.
— Entonces entra ahí, quita la cortina de la ducha y la envuelves con eso. Luego te vas a la habitación quitas la alfombra y lo envuelves todo con eso.
— ¿Y no pensáis ayudarme?
— Nina, asómate al baño —dijo Oso sin escuchar lo que tiene que decir el Gitano.
Nina obedeció inmediatamente, pero el Gitano se quedó como un pasmarote en mitad del salón sin saber qué hacer.
— Gitano, si quieres salir de esta, haz lo que yo digo. Sin peros ni quejas. Y hazlo inmediatamente.
El cuarto de baño estaba más o menos limpio en cuanto a sangre se refiere. Sólo una pequeña mancha donde Olga había golpeado la taza con la cabeza y que había sido la causa de su muerte.

Oso conducia despacio. Nina iba sentada a su lado. El Gitano en el asiento de atrás. Olga en el maletero. Estaba amaneciendo y podían ir con las luces apagadas. Se adentraron en un bosque por un camino forestal. Oso detuvo el coche donde le pareció más seguro. Hizo que el Gitano sacase el cadáver del maletero y lo cargase durante una marcha de un cuarto de hora. Nina llevaba dos palas y él un pico.
Dejaron que el Gitano cavase él solo una fosa poco profunda. Mientras tanto, Oso se puso un mono desechable.
— Gitano, para un momento. Ya sigo yo —dijo Oso cuando acabó de vestirse.
el Gitano dejó la pala en el suelo e intentó salir de la fosa, pero en ese momento Oso se le echó encima poniéndole una bolsa de plástico en la cabeza. Por un momento, Nina no supo qué hacer. Después se abalanzó sobre el Gitano para sujetarle las piernas. Unos minutos después, los cadáveres de el Gitano y de Olga estaban enterrados juntos.

— ¿Por qué, Oso?
— Teníamos que limpiar, y hemos limpiado.
— Pero no tuvimos que habernos cargarnos al mierda ese. Ha sido innecesario.
— Nina, yo te digo lo que es necesario o no.
Condujeron un rato más en silencio.
— ¿Cómo sabías lo de la cortina del baño?¿y lo de la alfombra de la habitación? —preguntó Nina.
Oso continuó conduciendo sin decir nada. Pararon en una cafetería de carretera. Se sentaron en una mesa apartada y pidieron café.
— Esto sólo lo voy a decir una vez —dijo Oso, casi masticando las palabras—. De todas las mujeres que ese mierda podría haber matado, ha matado a Olga.
— ¿Y qué pasa si su banda se entera de esto? estamos muertos. Tú y yo. Si se lo ha contado a alguien mientras nosotros íbamos de camino o algo así...
— Hemos limpiado todas las pruebas. Si por casualidad el Gitano se lo ha contado a alguien más, si hubiese otro testigo del que no sabemos nada, diremos que el Gitano está de vacaciones hasta que todo se enfríe ¿entendido? Yo, por mi parte, no he dejado nada que me vincule a lo que ha pasado esta noche. Nada excepto una cosa. Dime, Nina ¿crees que necesito limpiar esa cosa o que todo está bien?
— No, Oso, todo está bien. Voy a pedir un bocadillo de panceta ¿quieres otro?

DESPUES DE LA TORMENTA


El huracán Olga, al igual que muchas veces ocurre con una femme fatale sin escrúpulos, convirtió con su catastrófico paso de apenas veinte minutos aquel idílico lugar, —un islote repoblado por aventureros—, en una anegada Hiroshima en miniatura.
No parecía haber sobrevivido nada allí. Los ciegos y furibundos embates de las olas y un clamor lejano proveniente de encima de las nubes, —los guturales sonidos de terror de un indeterminado número de aves allí afincadas—, era todo el sonido reinante. El suelo se había convertido en una quebrada sucesión de ladrillos, planchas de metal y mosaicos caóticos de pequeños objetos y enseres multicolor. Algo más tierra adentro, el agua iba y venía, formando susurrantes regueros, plácidamente, por entre las zonas donde la tempestad ya lo había devastado todo.
Y, aun así, en lo alto de la desolada loma que dominaba el paisaje, —allí donde los montículos de escombros parecían competir por quién se erigía como la escultura más funesta—, una pequeña casa roja había conseguido mantenerse en pie.
Era un duende aquella construcción diminuta. Su mera presencia era un sueño.
Un interior de una casa en aquella isla violada significaba algo inabarcable.
Durante unos minutos tras el paso de la mortal dama, la puerta de la casa permaneció cerrada. Luego, esta fue abierta y una persona emergió desde ella hasta el exterior, hasta la realidad de una realidad destruida. Era un muchacho de unos veinte años. Tenía el aspecto de un gitano moderno, de un snob; portaba en su perfectamente redondeado rostro patillas hasta las comisuras de los labios; sostenía entre estos una ingrávida y dorada pipa.

Oteaba el horizonte. Un horizonte.

lunes, 3 de octubre de 2016

Bianca, Ruth, Olga

El hostal era ruidoso y con poco encanto. Además tenía que caminar durante veinte minutos si quería ver la playa. Aquello estaba algo lejos de ser las vacaciones que había planeado.


Una mañana, paseando por la carretera que iba paralela al mar, vi a un montón de gente con mochilas y neveras portátiles que esperaban algo en un parking. Me acerqué por curiosidad y un tipo que estaba sentado sobre el capó de un coche me dijo que aquello era la puerta de un camping que no aceptaba reservas pero cada mañana, a las doce en punto, daban de baja a la gente que se marchaba y la gente que estaba en la puerta podía entrar por estricto orden de llegada hasta volver a completar la ocupación. Si estabas muy atrás en la fila podías quedarte sin sitio. Desde donde estaba hablando con ese tipo podía ver el mar a unos cien metros. Me puse en la cola por probar suerte y la hubo a medias. Conseguí una parcela para una tienda de campaña. No les quedaban bungalows libres ni había tiendas en alquiler, pero una semana allí me costaba lo que dos días en el hostal, y estaba junto al mar, en una cala a la que sólo se podía acceder desde el propio camping.
Volví al pueblo, recogí mis cosas que del hostal, me despedí del dueño y me compré el único modelo de tienda de campaña que tenían en la única ferretería que conseguí encontrar. A media tarde ya estaba instalado.
En la tienda del camping me compré seis latas de cerveza y  fui a sentarme a un banco desde donde podía ver la puesta de sol. Estaba, además, muy cerca de mi zona de acampada. El cielo estaba naranja con enormes jirones de nubes grises. El mar reflejaba todos los colores y los añadía chispas blancas por el movimiento de las olas. En ese momento llegaron mis vecinas. Eran tres mujeres. Supongo que venían de la playa porque traían toallas al hombro y venían en bikini. Entraron en la tienda de al lado y no las volví a ver, aunque podía escuchar sus risas y sus gritos algo etílicos.
Ya había anochecido completamente cuando me bebí la sexta cerveza y me fui a dormir.


La luz del sol traspasaba la tela de la tienda de campaña. Hacía un calor húmedo e intenso. Una voz femenina metía prisa a alguien para ir a la playa. Abrí la cremallera de la tienda y vi a mis vecinas a la luz del sol por primera vez. Tenían alrededor de cuarenta años. Dos de ellas estaban en el exterior de la tienda esperando a la tercera. Una me saludó con un “hola” alegre. La otra parecía enfadada. La tercera salió diciendo un “pues no lo encuentro” algo decepcionado.
Las tres tenían el pelo rubio, quemado por la sal y el sol y la piel tostada, como gitanos de opereta.
La que estaba enfadada me miró.
—Perdona pero ¿no tendrás un mechero de sobra? —me dijo desde donde estaba.
—Es que en la tienda del camping no tienen —dijo una de las otras— y es por no ir hasta el pueblo.
—Te le compramos, no es que queramos echarle morro y tener un mechero grátis. O si nos le prestas, te le devolvemos esta noche —. insistió la enfadada.
No dije nada. Levanté la mano en señal de que esperasen un momento. Entré en mi tienda y salí un par de minutos después con un mechero en la mano. Caminé hacia donde estaban ellas y se le di a la enfadada, que comenzaba a calmarse. Después me giré sobre mis pies y comencé el camino de regreso.
— Oye, que no queremos tener tanta cara ¿qué quieres a cambio?
— Os le alquilo —dije—. Esta noche me lo devolveis con dos cigarros y listo.
Las tres levantaron el pulgar a la vez como si lo tuvieran ensayado.


A mediodía cogí un libro y una toalla y bajé al mar. La cala a la que se tenía acceso desde el camping era un trozo de playa pequeña, con arena húmeda y algo rocosa. No había mucha gente. Me acerqué al borde del mar y extendí mi toalla. Estuve leyendo un rato antes de darme cuenta de que mis vecinas estaban a unos veinte metros de mi. Al menos una de ellas, la que me había saludado por la mañana. Solo llevaba puesta la parte de abajo del bikini. Dormitaba debajo de una sombrilla. Las otras dos salían del mar en ese momento. Estaban completamente desnudas. La que había estado enfadada tenía el vello del pubis rubio y con las gotas de agua al sol daba destellos algo dorados como si se le hubiese enredado pequeñas pepitas de oro. La otra lo llevaba completamente rasurado. Se quedaron de pie junto a su amiga, secándose al sol. La que era completamente rubia me vio y me saludó agitando un brazo en alto mientras se cubría los ojos con el otro brazo. Les devolví el saludo y continué leyendo.


Leer fue lo único que hice el resto de la tarde. No me acordé de comer y tampoco me di cuenta de cuando se marcharon.
Cuando comenzó a caer el sol volví a la tienda, cené algo y me senté a ver el atardecer. Las tres llegaron poco después acompañadas de tres hombres. Los seis formaban un grupo que parecía alegre. En cuanto la rubia me vio se acercó a mi. Me devolvió mi mechero. En la mano también traía un paquete de tabaco de liar.
— Oye, muchas gracias —me dijo—. Coge tabaco y papel. No tenemos cigarros.
— No te preocupes. La verdad es que no fumo y no sé liarme un cigarro.
— ¿Entonces? —me dijo sorprendida.
— Era por ponerle un precio. Ya sabes, para que no os sintierais unas gorronas aceptando cosas gratis de un desconocido. La idea fue tuya. Dijiste que querías pagarme.
Sonrió con esa media sonrisa que pone la gente cuando quiere decir “menudo cabrón” o “menudo gilipollas”. Luego se sentó a mi lado y comenzó a liar dos cigarros. Se los puso en la boca a la vez y los encendió. Me dio uno. Comencé a fumar.
— ¿Cómo te llamas? —me preguntó.
— Mis amigos me llaman Charlie.
— ¿Tus amigos te llaman Charlie o te llamas Charlie?
— Me llamo Carlos —contesté— ¿y vosotras?
— Yo me llamo Bianca —dijo quitándose una hebra de tabaco de la lengua—, la del pelo corto es Olga y la otra es Ruth. Y como no soy tu amiga no te voy a llamar Charlie porque me parece horrible ¿que tal “Chuck”?.
— Bianca. Con ese nombre puedes llamarme lo que te dé la gana.
— Encantada, Chuck.
Estuvimos fumando. Me contó que los tres tipos se les habían acercado en el chiringuito donde habían estado comiendo. Los tres le parecían un poco gilipollas. Típicos treintañeros ligones de playa. Le invité a una cerveza y nos fumamos otro cigarro. Me contó que estaban allí pasando un mes y medio de vacaciones. Yo le dije que estaba allí celebrando mi divorcio haciendo algo que siempre había querido hacer: estar quince días junto al mar leyendo. Ella también estaba divorciada. Tenía dos hijos adolescentes.
Uno de los tipos y su amiga Ruth la llamaron a gritos. Ella contestó que iba enseguida. Pero abrimos otra lata de cerveza y seguimos fumando. Llevábamos una hora charlando. Me confesó que aquellos individuos eran un estereotipo de tíos divertidos, pero con personalidades poco interesantes y muy justos a la hora de follar. A sus amigas eso no les importaba, pero ella a sus cuarenta y dos años, ya no quería tirarse a más desconocidos sólo porque  la hacían reír un rato. O tíos con una pinta clara de follar bien o tíos con un cerebro que la mantuviese despierta hasta el amanecer sin aburrirse. Nada intermedio.
Pasaron las horas. Fuimos juntos a comprar más cerveza y una botella de esas de plástico de medio litro de whisky. Antes de que nos diésemos cuenta el cielo comenzaba a clarear. Comenzamos a oír los gemidos de sus amigas dentro de su tienda. Una de ellas era especialmente escandalosa.
— Esa es Olga —me dijo—, grita mucho porque dice que eso pone más a los tíos y rinden mejor.
— ¿Qué crees que habrá pasado con el tipo que era para ti?
— Puede que esté dentro, mirando. O puede que se haya ido. O puede que esté esperando a que acaben sus amigos. No sé. Me da igual. Yo he encontrado a uno mejor.
Nos besamos. Comenzamos a acariciarnos. Todo era muy tranquilo. Su piel brillaba por el sudor. Nos quitamos la poca ropa que llevábamos, sin prisa. Su pubis, iluminado por la luz tamizada del amanecer que atravesaba la tela de la tienda parecía menos rubio que el día anterior en la playa, pero tenía muchos más tonos de color. Me pareció el coño más bonito que había visto nunca.


Cuando acabamos el sol ya estaba alto. Nos quedamos dormidos agarrados de la mano porque hacía demasiado calor para abrazarnos. Despertamos sobre la una del mediodía. Se fue a buscar a sus amigas. Me prometió que nos veríamos por la noche.


Cumplió su promesa y volvimos a pasar la noche juntos y el día siguiente y la siguiente noche.
Me contó cosas sobre ella. Las tres eran profesoras en una universidad privada, así que podían disfrutar de mes y medio de vacaciones. Bianca dejaba a sus hijos dos semanas con sus abuelos y un mes con su padre. El resto del año el trabajo era demasiado absorvente. Muchas horas de trabajo de lunes a viernes y a veces los fines de semana. Y además había que cumplir con la familia. Podría parecer una madre desapegada, pero en realidad aquella quincena con los abuelos era casi lo mejor del año para sus hijos. Ese mes y medio se lo concedían las tres amigas para el placer en su sentido más puro. Ruth se acababa de divorciar y Olga nunca había tenido una pareja estable. Hasta el momento de su divorcio, Bianca sólo había estado con tres hombres. Sin embargo después del divorcio no sabría decir cuantos habían sido. Algunos más importantes que otros. Sobre todo al principio sentía que cada hombre le dejaba una marca. Luego ese sentimiento fue desapareciendo.


El tiempo había pasado rápido. No conseguí acabar de leer ninguno de los libros que me había llevado. Por primera vez en años mi piel estaba morena y no tenía marcas de bañador. Eso era algo que no había pasado nunca. Bianca siempre que podía se desnudaba en la playa y yo acabé haciendo lo mismo. Los dos últimos días estaba tan acostumbrado que no sentía pudor ni delante de sus amigas.


— Así que te vas mañana —. me dijo la última noche. Estábamos desnudos dentro de mi tienda. Abrazados por que la temperatura era agradable.
— Sí, tengo que volver a trabajar.
— ¿No puedes quedarte ni un solo día más?
— Si pudiera… pero nos veremos en Madrid ¿no?
— ¿Para qué? —me dijo— ¿para empezar una relación?
— Bueno, no lo sé.
— ¿Lo ves? ni te lo has planteado. Tú estás recién divorciado y ahora vas a tener un montón de problemas. Y yo tengo a mis hijos, y tarde o temprano querrás comportarte como su padre.
— Pero tus hijos ya tienen un padre. Y tú lo que buscas es un amante. Y si ignoro a tus hijos…
— No te perdonaría que los ignoraras. Y entre la familia y el trabajo…
— Con suerte nos veríamos un fin de semana al mes —interrumpí.
— Eso es. Seríamos una pareja fabulosa. Chuck y Bianca. Suena a pareja de película de Tarantino. Pero mírame bien. Me sobran quince kilos. Tengo una cicatriz de cesárea y comienzo a tener canas.
— Y yo necesito que alguien me afeite la espalda.
— Y no me labo los dientes todas las noches.
— Y yo no me ducho los domingos. Pero me gustaría verte al menos ese fin de semana al mes que tendremos libres para poder invitarte a cerveza y que me lies cigarrillos.
— Bueno y para follar ¿no? —dijo riendo.
— Bueno, y para follar.
— Te llamaré. Deberías dormir. Mañana madrugas mucho.
Me dio un beso en la frente, cogió su ropa y salió de la tienda con ella en la mano.
— Carlos —,me dijo desde fuera— bueno, solo es una tontería, pero en realidad me llamo Blanca. Perdona si no te lo he dicho antes, pero creo que debes saberlo si nos vamos a ver más adelante.
— Encantado de conocerte. Nos vemos en cuanto vuelvas a Madrid —.dije, después escuché sus pasos alejándose.

De Bianca podría haber llegado a enamorarme pero a Blanca creo que nunca llegaré a conocerla del todo, por muchas noches de invierno que pasemos en su casa bebiendo cerveza y fumando mientras vemos cualquier cosa en la tele.