LUDMILA
Si disponéis de un minuto, me
gustaría contaros cómo conocí a Ludmila.
Fue hace un par de años, durante la
celebración de las bodas de plata de mis padres. Ella era una antigua amiga de
mi hermana, a quien apenas conocía, salvo por alguna referencia y un par de
fotos. Compartíamos mesa en asientos contiguos, y, al terminar el banquete,
(¡¡sobre las nueve de la noche¡¡), salimos juntos a los jardines del hotel,
donde continuaría la fiesta.
Nos habíamos enamorado.
Nos habíamos enamorado.
Las últimas luces del crepúsculo
teñían de rojo oscuro las altas franjas de nubes, mientras la orquesta iniciaba
sus primeros ensayos, y los operarios encargados de los castillos de fuegos
artificiales ultimaban sus preparativos. La noche, a pesar de que el día no
había resultado especialmente caluroso, era agradable, y cuando decidimos
perdernos por el sendero que llevaba hacia la entrada del recinto, bordeado de
setos convertidos en graciosas esculturas, ambos ya sabíamos que desde ese
momento nada ni nadie podría separarnos.
Caminábamos despacio, dejándonos
llevar por la fuerte impresión que nos habíamos causado. A mitad de camino,
observamos con desagrado cómo la belleza de una estatua que representaba un
Orfeo tañendo un laúd había sido profanada con una soez pintada.
Llegamos a la puerta, una
descomunal y artística estructura de hierro, y junto a uno de los bancos que la
flanqueaban nos sentamos, para contemplar el primer castillo de fuegos, que
acababa de empezar. Las luces que llegaban desde los salones del hotel
acentuaban la íntima sensación de unión que habíamos creado, y, alejados de
todo y de todos, nos sumimos en una dulce quietud, que nos transportó, durante
toda la noche, hasta un amanecer apacible, un mundo nuevo de ensoñación y
calma.
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