Desde que tenía memoria, siempre había
estado allí, entre parterres de rosas. No recordaba quién lo había plantado
—tenía la imagen de unas rudas manos acariciando su corteza blanca, aunque ni
siquiera sabía si era una imagen construida por él mismo—, pero, fuera quien
fuese, la persona que decidió colocar un álamo en la pradera delantera del
jardín del palacete contaba con todo su agradecimiento.
No podía decir que hubieran sido años
tranquilos: algunos sí, otros no tanto. Los primeros, sí —de eso estaba seguro—,
y alegres; como lo eran las risas de los hijos del dueño cuando jugaban al
escondite. Le encantaba que las dos pequeñas se ocultaran tras él; le hacían
cosquillas con las coletas mientras sus hermanos mayores fingían no poder encontrarlas.
Luego llegaron aquellos tiempos en los
que la señora dejó de sentarse a coser junto a él, las carreras infantiles se
sustituyeron por los paseos silenciosos y las risas por susurros. Después, ni
siquiera eso. Un día vio salir una comitiva de coches oscuros y el jardín se quedó
vacío durante mucho tiempo, tanto tiempo que se resignó a envejecer con la
única compañía del viento y los trinos de los gorriones.
Pero ocurrió un milagro en forma de hada
rubia que acompañaba a uno de los chicos. ¿Era el mayor o el pequeño, Juan o
José? Fue incapaz de descubrirlo. En aquel hombre moreno y bien plantado poco
quedaba ya del muchacho que un día fue. Y las iniciales, que ambos le grabaron
en el tronco, rodeadas de un corazón tampoco ayudaron a desentrañar el
misterio.
Si el negro fue preludio de la soledad,
con el blanco regresó la compañía. Y las largas tardes de lectura en el jardín,
los primeros pasos y los balbuceos. La nueva época vino acompañada de una
novedad: las fiestas en el jardín. Nunca los veranos fueron más entretenidos.
Aunque también eso acabó coincidiendo
con el inicio de las voces, los gritos y las discusiones. Volvió a quedarse
solo, sin embargo, aprendió mucho vocabulario. La primera vez, las palabras
ruina y divorcio le parecieron feas, burdas, groseras, aunque llegó un momento
en que se acostumbró a ellas. Después, hasta esas desaparecieron. A la vez que
la gente.
Tuvo que buscarse otra compañía.
Disfrutaba con el sol de invierno y la luna en verano. Le emocionaba la lluvia
en primavera y odiaba el viento en otoño, que lo dejaba solo y desnudo.
Dejó de contar el tiempo cuando vio derribar
la casa del dueño de la naviera Etxaniz y erguirse aquel rascacielos que lo
observaba a todas horas, de los pies a la cabeza. Pensó que sería la única
torre, que nadie en su sano juicio cambiaría los suelos de madera, las galerías
porticadas, los enormes ventanales y las lámparas de araña por una torre de cemento
y cristal; mucho menos que renunciarían a los jardines. Nunca imaginó que se
quedaría solo.
Se equivocó. Desde que lo rodeaban
aquellos gigantes, el sol no calentaba ya sus ramas, la luna había
desaparecido, la lluvia no empapaba sus raíces y hasta el viento de otoño había
dejado de soplar. Y lo peor era saber que, cuando llegara su hora, nadie
acariciaría su corteza blanca antes de talarlo sino que caería bajo el rugido
ensordecedor de una máquina sin alma.
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