martes, 24 de enero de 2017

Las heridas del tiempo

Desde que tenía memoria, siempre había estado allí, entre parterres de rosas. No recordaba quién lo había plantado —tenía la imagen de unas rudas manos acariciando su corteza blanca, aunque ni siquiera sabía si era una imagen construida por él mismo—, pero, fuera quien fuese, la persona que decidió colocar un álamo en la pradera delantera del jardín del palacete contaba con todo su agradecimiento.
No podía decir que hubieran sido años tranquilos: algunos sí, otros no tanto. Los primeros, sí —de eso estaba seguro—, y alegres; como lo eran las risas de los hijos del dueño cuando jugaban al escondite. Le encantaba que las dos pequeñas se ocultaran tras él; le hacían cosquillas con las coletas mientras sus hermanos mayores fingían no poder encontrarlas.
Luego llegaron aquellos tiempos en los que la señora dejó de sentarse a coser junto a él, las carreras infantiles se sustituyeron por los paseos silenciosos y las risas por susurros. Después, ni siquiera eso. Un día vio salir una comitiva de coches oscuros y el jardín se quedó vacío durante mucho tiempo, tanto tiempo que se resignó a envejecer con la única compañía del viento y los trinos de los gorriones.
Pero ocurrió un milagro en forma de hada rubia que acompañaba a uno de los chicos. ¿Era el mayor o el pequeño, Juan o José? Fue incapaz de descubrirlo. En aquel hombre moreno y bien plantado poco quedaba ya del muchacho que un día fue. Y las iniciales, que ambos le grabaron en el tronco, rodeadas de un corazón tampoco ayudaron a desentrañar el misterio.
Si el negro fue preludio de la soledad, con el blanco regresó la compañía. Y las largas tardes de lectura en el jardín, los primeros pasos y los balbuceos. La nueva época vino acompañada de una novedad: las fiestas en el jardín. Nunca los veranos fueron más entretenidos.
Aunque también eso acabó coincidiendo con el inicio de las voces, los gritos y las discusiones. Volvió a quedarse solo, sin embargo, aprendió mucho vocabulario. La primera vez, las palabras ruina y divorcio le parecieron feas, burdas, groseras, aunque llegó un momento en que se acostumbró a ellas. Después, hasta esas desaparecieron. A la vez que la gente.
Tuvo que buscarse otra compañía. Disfrutaba con el sol de invierno y la luna en verano. Le emocionaba la lluvia en primavera y odiaba el viento en otoño, que lo dejaba solo y desnudo.
Dejó de contar el tiempo cuando vio derribar la casa del dueño de la naviera Etxaniz y erguirse aquel rascacielos que lo observaba a todas horas, de los pies a la cabeza. Pensó que sería la única torre, que nadie en su sano juicio cambiaría los suelos de madera, las galerías porticadas, los enormes ventanales y las lámparas de araña por una torre de cemento y cristal; mucho menos que renunciarían a los jardines. Nunca imaginó que se quedaría solo.
Se equivocó. Desde que lo rodeaban aquellos gigantes, el sol no calentaba ya sus ramas, la luna había desaparecido, la lluvia no empapaba sus raíces y hasta el viento de otoño había dejado de soplar. Y lo peor era saber que, cuando llegara su hora, nadie acariciaría su corteza blanca antes de talarlo sino que caería bajo el rugido ensordecedor de una máquina sin alma.


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