—Acércate al Árbol a por un kilo de cebollas y un paquete de azúcar. Toma, y con el cambio cómprate algo.
Mi madre me largó un billete de
cinco euros, viejo y arrugado como casi siempre, y yo salí escopetado a por la
compra. Pero mi compra no era, por supuesto, ni las cebollas ni el azúcar, —eso
era sólo lo que la hacía posible—, sino los dos o tres sobres de la Liga que
podría comprar, calculé, con lo que me sobrara.
El Árbol, —ahora ya no es un Árbol
sino un Plaza Día —, tenía tres pasillos, una luz intensa blanca y una cajera a
la que caía bien. No digo esto porque sí, sino porque, aunque no acostumbraba
casi nunca a sonreír a los clientes, a mí siempre me recibía con una cuando me
llegaba el turno de pagar, y siempre, además, casi sin excepción, me decía algo.
Me pasé tres años haciendo encargos
de mi madre allí y muchos de ellos pasaban por sus regordetas y pizpiretas
manos. Siempre que cogía las cosas me fijaba en ellas, en aquellas pequeñas
palas-grúa tan perfectamente adiestradas, tachonadas de pecas, tantas que las
hacían parecer marrones.
En todo ese tiempo nunca me
preguntó cómo me llamaba. Tampoco yo, claro, supe nunca su nombre.
Un día, como tantas otras veces, mi
madre me había mandado a comprar algo, no recuerdo ahora qué. Entré, pero no la
vi en ningún lineal de cajas. Era el primer martes que no estaba, —me había
aprendido al dedillo su calendario de trabajo—y me pareció raro. Me fijé en las
otras cajeras; no me sonaba ninguna. Mientras esperaba mi turno escuché que se
cerraba el supermercado.
Entonces comprendí porqué me había dado aquella bolsa llena de regalos de promoción el sábado anterior, y
porqué me había dicho que le recordaba a su hijo, a quién, me dijo, hacía diez
años que no veía.
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