jueves, 26 de enero de 2017

LA CAJERA


—Acércate al Árbol a por un kilo de cebollas y un paquete de azúcar. Toma, y con el cambio cómprate algo.
Mi madre me largó un billete de cinco euros, viejo y arrugado como casi siempre, y yo salí escopetado a por la compra. Pero mi compra no era, por supuesto, ni las cebollas ni el azúcar, —eso era sólo lo que la hacía posible—, sino los dos o tres sobres de la Liga que podría comprar, calculé, con lo que me sobrara.
El Árbol, —ahora ya no es un Árbol sino un Plaza Día —, tenía tres pasillos, una luz intensa blanca y una cajera a la que caía bien. No digo esto porque sí, sino porque, aunque no acostumbraba casi nunca a sonreír a los clientes, a mí siempre me recibía con una cuando me llegaba el turno de pagar, y siempre, además, casi sin excepción, me decía algo.
Me pasé tres años haciendo encargos de mi madre allí y muchos de ellos pasaban por sus regordetas y pizpiretas manos. Siempre que cogía las cosas me fijaba en ellas, en aquellas pequeñas palas-grúa tan perfectamente adiestradas, tachonadas de pecas, tantas que las hacían parecer marrones.
En todo ese tiempo nunca me preguntó cómo me llamaba. Tampoco yo, claro, supe nunca su nombre.
Un día, como tantas otras veces, mi madre me había mandado a comprar algo, no recuerdo ahora qué. Entré, pero no la vi en ningún lineal de cajas. Era el primer martes que no estaba, —me había aprendido al dedillo su calendario de trabajo—y me pareció raro. Me fijé en las otras cajeras; no me sonaba ninguna. Mientras esperaba mi turno escuché que se cerraba el supermercado.
Entonces comprendí porqué me había dado aquella bolsa llena de regalos de promoción el sábado anterior, y porqué me había dicho que le recordaba a su hijo, a quién, me dijo, hacía diez años que no veía. 


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