viernes, 6 de enero de 2017

Plácida, recogidamente...

Cuando el reforzado morro negro del todoterreno le dio por detrás, —el intimidante vehículo era en realidad un blindado de lujo conducido por un enano coreano muy rico—, su espalda fue sometida en un milisegundo a un control de calidad muy estricto. Al tiempo que sentía el dolor punzando en cada una de sus vertebras o lo que fuera que tuviera aún más adentro, le pareció que la sacudida le había partido literalmente la espalda en dos. ¿Qué había pasado? Ni siquiera había mucho tráfico allí. No entendía cómo aquel extraño conductor oriental se le había abalanzado así.

Era un 23 de diciembre, por la tarde, tal vez las tres, las cuatro… unas tres horas después, en lugar de encontrarse en la casa de su madre, —lugar de celebración del reencuentro familiar por Navidad—, estaba tumbado en la aséptica, pero en cierta forma acogedora, cama de un hospital.

El médico, —exhibiendo en la mano la misma exacta tablilla con que caracterizan a los actores que hacen de médicos en las series de televisión—, se le acercó. Teatralizando a la perfección el universal idioma de la suficiencia y el paternalismo le dijo que aquello le retendría allí, como mínimo, hasta el 10 de enero.

A dos kilómetros al norte, en una amplia casa donde las urbanizaciones conforman monótonas ciudades autosuficientes, una docena de personas era de esperar que le estuvieran echando de menos. Aun así, a las diez, el teléfono permanecía sumido en un reconcentrado silencio. Lo cogió y lo desbloqueó, por quincuagésima vez. Era todo el movimiento que se le permitía: piernas y brazos, como los ángeles en la arena, o como aquel viejo juguete que hacía años le había regalado a su sobrino, aquel cangrejo que movía las cuatro patas al apretar un botón…


A eso de las doce, sin sueño, se prometió que no sería él quién llamaría. No sabía de dónde había nacido esa tortuosa determinación, —¿Quién, sino él, formaba parte de una modélica familia? —, pero le gustó mecerse en ella, plácida y recogidamente. 

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